jueves, 1 de abril de 2010

Regreso al paraíso de surf

EL MERCURIO
Revista El Sábado
sábado 27 de marzo de 2010


por Isabel Plant fotos José Alvújar


Izquierda; Ramón Navarro (de polera café), con damnificados de Putu, VII región. Derecha, Felipe Wedeles en lo que queda del Hotel Surazo. Con sus socios planean reabrir sus puertas antes del próximo verano.


Una camioneta se estaciona en la arena frente al mar hoy tranquilo de Matanzas; ese pequeño pueblo de la Sexta Región que en los últimos años pasó de ser un secreto a voces en el mundo del surf, a convertirse en un destino top, hotel con arquitectura de punta incluido. De la camioneta, por la que se asoman un par de tablas de windsurf en el pick-up, se baja Felipe Wedeles, uno de los dueños de dicho hotel, el Surazo, que hoy es una estructura llena de escombros, es vidrio quebrado, es arena donde antes había tierra, es una pizarra de restaurante que todavía ofrece un coulant de chocolate.

"Ven, te voy a mostrar cómo fue nuestra experiencia acá", dice, mientras sube las escaleras, entre medio de fierros torcidos, y comienza a dar el tour post-maremoto. Felipe Wedeles había diseñado ya otros hoteles de la zona surfista, como el Lodge de Punta de Lobos, y se fue a vivir a Matanzas hace cuatro años, enamorado del lugar. Hace dos veranos abrió el Surazo junto a otros amigos, en el mismo terreno donde hace años venía de camping, buscando olas. "Toda la costa que ahora está afectada por el terremoto era nuestro paraíso", dice.

Felipe Wedeles se pasea por las pasarelas hundidas de madera y cuenta que uno de sus socios alojaba esa noche en el hotel; que sacaron a los huéspedes de inmediato, que tomaron la caja fuerte y la ropa y partieron al cerro del lado. Dos olas desvistieron al Surazo y lo dejaron en ruinas, con su muelle a un kilómetro, con camas en los baños.

Dice que ha tratado de no pensar tanto en cómo se siente al respecto. Pero en lo que sí está pensando desde el día del terremoto es en cómo reconstruir Surazo, y hacerle las mejoras que hace tiempo venía planeando. Cuenta que se volverá a levantar ahí mismo, a los mismos doscientos metros del Pacífico, y que el plan es reinaugurar en diciembre. "Si vas a Indonesia, están todos los hoteles parados de nuevo. Para mí el hotel es acá, en este lugar".

Descubriendo el paraíso

El Surazo es uno de los primeros enclaves de la ruta surfista de la Sexta y Séptima Región que se ha forjado a partir de iniciativas personales, de surfistas que vinieron, vieron, surfearon y se quedaron. "Se estaba armando esta zona costera como un destino-Chile, como la Patagonia, Rapa Nui; la idea con Surazo, el lodge de Punta de Lobos y La Joya del Mar en Buchupureo, era de un turismo sustentable", dice Wedeles acerca de la mezcla de pueblos sencillos, campos, pescadores y amantes del surf que se entremezclaban. Chile se había convertido en los últimos años en uno de los diez mejores destinos para surfear; el sector de Punta de Lobos no sólo tiene de las mejores olas grandes del mundo, sino que además las tiene todo el año, algo casi único.

Las olas chilenas fueron descubiertas a inicios de los setenta por Francisco "Calá" Vicuña. Con un grupo de amigos recorrió las playas chilenas buscando los mejores lugares para practicar surf. Ya en los noventa, con más acceso a tablas, trajes y equipos, se comenzaron a organizar los primeros campeonatos en Pichilemu. En 1998 se hizo el primer campeonato de olas grandes en Punta de Lobos, el Ceremonial, que hoy se ha consolidado como un evento de talla internacional. Aparecieron también los primeros campeones nacionales, como Ramón Navarro y Cristian Merello de Pichilemu y Diego Medina de Horcón, quienes nacieron y se criaron entre los balnearios, y que hoy destacan en torneos de Hawai o California.

En los últimos diez años, la zona se ha consolidado con hoteles que están a la altura de los visitantes de todo el mundo; Puertecillo, Curanipe, Buchupureo, y todo el resto de las playas recibieron en sus hostales y campings a gringos y chilenos que querían disfrutar de sus olas. "Antes venía gente local durante el verano, y en marzo Pichilemu se moría. Ahora, hasta en mayo se vienen los turistas para no encontrarse con toda la masa del verano. Y en septiembre empieza de nuevo la temporada", dice Cándida Guajardo, mientras limpia la terraza de su escuela de surf, Lobos del Pacífico, una de las tres que hay en Pichilemu y que, aunque está al borde del mar, no sufrió daños. "Este pueblo tiró para arriba gracias a las olas".

La caída


La noche del 26 de febrero hubo un cóctel en Curanipe, para celebrar el inicio de un campeonato de surf. Cristian Merello, campeón nacional, estaba ahí. Lo acompañaba Francisco Véliz, kinesiólogo que se dedica a la rehabilitación y entrenamiento deportivo con su empresa Kinesurf. Como a las doce de la noche partieron a dormir a la casa de un amigo al lado de la playa.

A las tres y media, vino el terremoto. Decidieron arrancar inmediatamente a un cerro cercano. No sabían muy bien lo que pasaba. Aunque escuchaban la radio de la camioneta, nadie hablaba de maremoto; a las seis y media de la madrugada, cuando comenzó a aclarar, bajaron a buscar sus cosas. Se encontraron con el desastre.

"Fue muy impactante ver el lugar al que vas siempre, destruido casi en su totalidad", dice Merellos, mientras maneja la camioneta a tres semanas del terremoto, camino al mar. "La gente tenía esa cara que tiene en la clínica cuando se les muere un familiar; como que no mira nada, está destrozada. Eso, pero multiplicado por todo el pueblo".

En Curanipe vieron cadáveres, a los que Francisco les tomó el pulso para ver si quedaba algo que hacer. También, varias peleas entre la gente que trataba de proteger su metro cuadrado de ruinas. Partieron de vuelta a Pichilemu, donde había mucho menos destrucción, gracias a la elevación inmediata de las dunas al lado del mar.

El que Pichilemu estuviera menos destruido que los balnearios que lo rodean, era en ese minuto un dato desconocido para el campeón nacional de olas grandes del país, Ramón Navarro. En la mañana del sábado 27 estaba recién aterrizado en Los Angeles, Estados Unidos, camino a la final de un campeonato en Baja California, México. Antes de que lo pasaran a buscar sus amigos surfistas de Hawai, le llegó un mensaje avisándole de un terremoto 8,8 en Chile. Ramón se desesperó: toda su familia estaba en Pichilemu, incluyendo a su mujer, de ocho meses de embarazo. No se pudo comunicar, y en el camino paró en un cibercafé; en la página web del NOAA vio la alerta de Tsunami, y sus amigos hawaianos le contaban de la evacuación hecha en esa isla. "Dije 'esto me huele mal'. Uno ya conoce el mar. Era obvio que la ola había ido a la tierra en Chile y después a todos lados. Estaba desesperado".

Recién en la noche logró comunicarse con un amigo que le aseguró que toda su familia estaba bien. Al otro día Ramón Navarro participó en el campeonato mundial y logró uno de sus mejores triunfos: tercer lugar.

Se siguió enterando de lo que pasaba en Chile gracias a la televisión, que mostraba un panorama desolador, incluyendo a Pichilemu: "Vi un reportaje en la tele y salía un tío mío hablando que es pescador. Me puse a llorar. Estaba con mis amigos gringos y me dijeron 'tranquilo, vamos a ir a ayudar".

La comunidad surfista se organizó de inmediato. La fundación Save the waves recaudó miles de dólares con los que compraron unos filtros que pueden convertir en potable hasta las aguas de un charco. Ramón Navarro llenó sus bolsos y su funda de la tabla de surf, con ropa, carpas, filtros y partió al aeropuerto, hasta que el martes consiguió tomar un vuelo. Llegó a Pichilemu y se unió a los surfistas locales que hace días recolectaban ayuda en una Escuela de Lenguaje.

Llenó con ayuda su camioneta y su carro de motos de agua y la comunidad surfista se consiguió además un camión que llenaron de ropa, comida, sacos de dormir y hasta camas. Llegaron campeones mundiales como Greg Long, y todos, nacionales y extranjeros, recorrieron pueblos como Boyeruca, Iloca, Duao o Llico. A veces, llegaron incluso antes que el gobierno, para limpiar con agua fresca las heridas que dejó el mar en la costa dorada de Chile. El documental Rema por esta, de Rodrigo Frías, recoge la experiencia; las ganancias serán donadas para la reconstrucción de la zona.

La nueva ola

Han pasado tres semanas desde el maremoto, y Cristian Merellos y Francisco Véliz están en la camioneta junto a dos amigos, mirando las olas de Punta de Lobos, evaluando si están buenas. La mayoría de los surfistas fue hoy en la mañana a la playa de Infiernillo, pero ahora, a las seis de la tarde, llegarán acá, porque las olas están creciendo.

Una ola grande para surfear puede medir hasta 10 o 15 metros. La diferencia con una de tsunami es su ancho, su longitud. Eso hace que la fuerza con que golpea la tierra no sea la misma.

Aunque marzo generalmente era un buen mes para el turismo en Pichilemu, muchos de los surfistas partieron después del terremoto. Hoteles destruidos como el Surazo de Matanza o la Joya del Mar de Buchupureo están cerrados, pero planear reabrir para el próximo verano.

Quienes viven en Pichilemu están hoy todos en el mar. Ninguno aguantó más de una semana fuera de él: "La primera metida fue re especial. Como los bancos de arenas quedaron planos con el maremoto, las olas estaban buenas. Fue un reencuentro con el mar; a pesar de que haga estas cosas malas, le tenemos demasiado aprecio. Lo necesitaba", dice Francisco Véliz.

En abril se espera la llegada de talentos internacionales del surf, porque, a pesar de la catástrofe, el campeonato Ceremonial se hará en Punta de Lobos igual. Como siempre, el 1 de abril los surfistas en todas las latitudes comienzan a estar en "alerta"; se monitorean las condiciones meteorológicas y se espera a que se cree una gran ola perfecta: cuando se da la alerta amarilla todos deben tener los bolsos hechos, y la alerta verde significa que en dos días deben estar en Chile. El premio de este año se donará para la reconstrucción de la zona. Aunque el turismo local baje, la comunidad vendrá. Como dice Navarro: "Si hay olas buenas, el surfista viene igual".

Cristian Merellos estaciona la camioneta al frente del agua, se pone el traje, camina por las rocas y se mete al mar, remando con los brazos, hasta quedar bien ubicado. Comienza a formarse una ola a sus espaldas. Con su traje negro salpicado de verde, se ve como un punto a lo lejos, que se para en la tabla y se desliza grácilmente, como si él, y todos los surfistas que lo rodean, fueran los dueños del mar.


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