La fiesta del surf
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domingo 30 de mayo de 2010
CEREMONIA DE PUNTA DE LOBOS
Parte del premio de la competencia fue para las víctimas del tsunami.
Punta de Lobos es la cuna de grandes surfistas chilenos.
La promesa de ver a los mejores riders del mundo correr una ola de nueve metros, sobra para juntar a miles de tipos y tipas, con y sin tabla, pero todos con actitud surfer. La ola más grande del año en Pichilemu es un evento que se espera meses y dura veinte segundos, más o menos.
Por Werne Núñez, desde Pichilemu.
Con o sin tabla, winner o loser, ondero o perno, santiaguino abeceuno en 4x4 o autóctono moreno ce-tres-dé con polerón con gorro y a pata: todos esperamos cincuenta días para esto.
La ola más grande del año en Punta de Lobos es un evento world class que ningún surfer de alma se perdería. La cantidad de gente que no tiene nada mejor que hacer en un día laboral es impresionante. La actitud surfer es algo más profundo que equilibrarse en un pedazo de poliéster prensado: es una playa con olitas permanentes e infinitas en la mente.
Ramón Navarro, el histórico, está aquí. Álvaro Abarca, el sensei del surf chileno, y los surfistas gringos campeones, rojos y risueños, también. Los niños bilingües que piden autógrafo y las madres de gimnasio, también. Todos los rubios chascones bronceados con chaleco de lana, chaqueta North Face y conciencia ecológica parecen estar. Se siente bien.
"Cómo va, perrito. Todo bien, viejito. Qué pasa mi broder. Guazap, zorrón", son las frases que flotan en el aire. Es penoso comprobar que la forma de expresión en un mundo tan azul como éste, sea la misma que usa un tipo como el Negro Piñera.
Amanece con un sol que quema. El viento es el de siempre. Sé que la obsesión de Ramón Navarro por encontrar la mítica gran ola del Pacífico sur lo mantiene pegado, hace años y por varias horas al día, en los mapas de la página de la National Oceanic and Atmospheric Administration, NOAA.
Cuatro días atrás, el superordenador WaveWatch III recibió datos de miles de sensores repartidos por los océanos del planeta, con información sobre nivel de presión atmosférica en la superficie del mar, altura y período entre olas, y dirección y fuerza de los vientos que vienen del suroeste a estas costas. Navarro chequeó los colores en su pantalla y emitió un veredicto técnico: éste será un muy buen miércoles de mayo con condiciones épicas para un campeonato de ola grande que dura menos de un día.
La alerta verde activó una dimensión paralela. Hoy, lo real es lo que vemos desde este acantilado rocoso y marrón metido en el mar, como butacas naturales para un show, seis kilómetros al sur del pueblo y frente a dos morros de postal.
El software anunció un swell de 19 a 25 pies, con un periodo de 19 segundos. Ergo: el oleaje medirá de seis a diez metros, y el tiempo entre una ola y otra casi duplicará el óptimo de diez segundos. Me entero de que más tiempo entre olas es igual a mayor limpieza en el deslizamiento. Limpieza es belleza. Deslizarte con estilo por una montaña de agua es una final segura en una competencia como ésta. Es, también, el por qué de todo. O "un orgasmo existencial", como explica Álvaro Abarca, mítico ingeniero que de puro hippie descubrió estas olas para el surf, veintisiete años atrás, cuando le pregunto qué diablos se siente.
Los que estamos aquí hoy somos cientos de humanos con gorros y gafas que nos sentamos sobre el polvo, donde crecen cactus y anidan arañas pollito, a mirar cómo otros humanos con trajes de neopreno y titanio, más salvajes y más sexies, seguro, correrán olas de la marejada más poderosa que se vio aquí en ocho años. Es un ceremonial importante: 24 riders están aquí desde el domingo, felices. Algunos figuran en las listas de los mejores del mundo. Greg Long, el californiano que le quitó el título al inmortal Kelly Slater en Oahu, un clásico; el hawaiano Jamie Sterling, uno de los pocos que corrió el "Dragón de Plata", la enorme ola fluvial del río Qiantag; Peter Mel, legendario gringo que hace once años corrió una de las olas más grandes nunca antes vista en la costa oeste; el sudafricano Grant Baker, hombre récord en nominaciones en los Global Big Wave Awards -los Oscar del surf- y ganador de la ola del año pasado; y Kohl Christensen, hawaiano, ganador del primer Ceremonial de Punta de Lobos, en 1998, y el tipo que invitó a Ramón Navarro a surfear por primera vez en Waimea Bay, Hawai, en 2004, por ejemplo.
El año pasado, ya saben, Navarro volvió a esas olas y corrió una de más de nueve metros. Salió quinto y fue segundo en los Big Wave Awards, en la categoría "Ride of the year". Lo más importante: ganó respeto. El respeto es importante entre los surfers. Hay algo de filosofía rastafari medio cuica en esto.
Me obsesiono con Ramón Navarro. Lo sigo con la mirada. Le tomo fotos escondido. El ídolo es un tipo silencioso que saluda a todos sin hacer contacto visual, y luego agacha la cabeza. Tiene la mirada de los que desconfían del mundo. Es el hijo de un pescador de acá. Es el cabro que lo logró.
Nueve y media. Varios aquí llegaron hace tres horas. Ramón Navarro y su padre están parados sobre una piedra en la punta de la punta. Están en silencio. La ola más grande del año no llega. El productor con jockey, walkie-talkie y collar de credenciales, no se ríe. Álvaro Abarca tampoco. "Se desinfló la ola", diagnostica.
Miramos el océano, frunciendo el ceño para fijarnos en ese movimiento imperceptible para el ojo terrícola promedio que denote que nos está mintiendo. Los riders, los marinos en el zodiac, los tipos en las motos de agua, todos miran el mar en silencio. No hay risas. La ola épica prometida parece haberse desintegrado en su largo camino desde quién sabe dónde. La idea de un bochorno de la naturaleza se aparece. Es así: sin olas grandes, no hay campeonato de olas grandes. Los organizadores se llaman por celular y están a un metro. Los jueces ponen cara de flan. El animador del evento, llamado Mono Barrientos, grita por micrófono lleno de esperanza: "Tranquilos, muchachos, que ya vienen los olones, muchachos. ¡Se vienen los olones!". Y nada.
Por un segundo, todo queda en pausa. El viento, de pronto, sopla fuerte y unos pocos apuntan hacia un lugar, mar adentro. A lo lejos, si te achinas, puedes ver una espumita blanca que se acerca. Es la señal.
"¡Se vienen los olones, viejito!", grita el Mono, y todos comenzamos a gritar "¡Guau, guau, guau!", varias veces. Tengo la carne de gallina. Las motos arrastran a los primeros seis riders por detrás de los morros. Luego de casi dos meses de espera, el ceremonial ha comenzado.
Campeonato de ola grande para principiantes: los seis finalistas hoy compiten por un pozo de treinta mil dólares. El jurado evalúa que la ola corrida sea grande, cuántos segundos duras deslizándote, y el estilo, osadía y pulcritud del drop con el que entras a la ola y luego la corres. Se dice que la mejor ola entrará a las dos y media de la tarde. Al mediodía, comienzo a comprender la fórmula de la emoción que hay en esto. Los riders en el agua se ven chiquititos. Las olas se forman doscientos metros atrás. La gente ve la espuma, la formación de la masa, lenta y feroz, el locutor grita y todos chiflamos cada vez más fuerte. Se supone que eso motiva al mar a tirar olas grandes. Los riders toman posiciones, y en segundos, mientras llegan al punto de quiebre, deben decidir si la corren o no. Si la corren, el suspenso se duplica en los metros en que se forma el tubo que se traga, o no, al rider.
Me siento como en una comedia adolescente gringa con algo de drama. El surfista de alma saluda con abrazos, pregunta por la familia, tira la basura en los basureros, toma chelitas en la mañana y algunos buscan un huequito en las rocas para fumar con vista al mar. El surfista cree profundamente en lo innecesario que es lavarse el pelo todos los días. Me siento bien.
2.45 de la tarde. El agua está a diez grados Celsius. Sube la marea, la base de los morros está inundada. Ese par de rocas se llama "Isla de los lobos". El nombre lo inventaron los surfers. Esperamos la montaña de nueve metros para los próximos minutos. Cristián Merello corre su semifinal con camiseta blanca. Es el más agresivo esta tarde.
El océano termina con su broma y vemos cómo un set de tres olas amenazantes comienza a formarse. Y chiflamos, fuerte. El locutor grita. La ola es una muralla de ocho metros, calculamos. Es la más grande del año, no hay dudas. Tres riders intentan montarla, sólo uno lo logra: Merello la toma con un drop suicida, resiste el tubo y la corre con estilo hasta el final. Estamos excitados. Algunos levantan los brazos. Diego Medina rompe su tabla en la ola siguiente. Merello es el único chileno que clasifica a la serie final. La ola duró menos de veinte segundos.
Pasadas las cuatro de la tarde entra el sol del sur, nos pega de frente y el escenario es ahora una imagen tornasol que requiere concentración y bloqueador. Aullamos por olas más grandes. Y nada, otra vez. Vienen pocas y promedian cuatro o cinco metros.
4.37 de la tarde y Merello corre la mejor ola de la serie, hasta el momento. Greg Long toma una buena, pero Villarán lo sigue con otra más gorda y larga. No habrá más. El Ceremonial termina a las 5.20 PM con los riders flotando sobre un mar sin olas. Gana Cristián Merello, el chileno, y Navarro lo abraza.
Cae el sol. La polaroid final es una donde Ramón Navarro levanta junto a su viejo y otro pescador, un cheque de cartón por US$15.000. Los riders ganadores ríen: han aceptado la propuesta de Navarro de donar la mitad de sus premios a los pescadores que perdieron botes y rucos con el terremoto y tsunami.
Medianoche. La Punta de Lobos está vacía y oscura. Pichilemu tiene tres restoranes abiertos. Seis surfistas celebran con sus novias, mujeres e hijos los acompañan. Brindan por el ceremonial. ¿Ceremonial de qué?, preguntan las meseras. Los comensales del pueblo escuchan atentos.
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Etiquetas: Merello, Pichilemu, Punta de Lobos, Surf
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