viernes, 18 de junio de 2010

Cardoen, Colchagua y el funeral del adobe

REVISTA CARAS
Publicado el 10 Junio 2010

Carlos Cardoen

Por: Rodrigo Barría
Fotos Diego Bernales



Sin lágrimas, Santa Cruz se reconstruye y Cardoen resume su ánimo: “Acá estoy, cagado, pero contento…”. Recorre la zona, su museo y el hotel, saca planos y anticipa que todo será ahora más grande y moderno.

En el Club Social la mitad de la estructura se mantiene en pie mientras el resto de la campestre y añosa edificación está en el suelo. No importa: lo que no derrumbó el terremoto sirve para poner varias mesas bajo un parrón que da sombra y uva dulce que algunos de los parroquianos que vienen a almorzar arrancan despreocupadamente.

El ruido de los martillos se mezcla con el de los servicios que cortan generosos trozos de carne mechada, lengua nogada o plateada.
Uno de los mozos, entrado en años —al que hay que hablarle fuerte para que oiga—, cuenta que el tradicional local tenía un paradójico e inútil seguro: cubría avalanchas y maremotos (pese a que no hay montañas cerca y que el mar está a varios kilómetros), pero no terremotos…



Pilar Jorquera, con sombrero y pañuelo al cuello, come un conejo con una gran ensalada chilena. A su lado, Carlos Cardoen prueba con ganas una bien lograda lengua nogada. El empresario mira el plato de su mujer y, con una mezcla de nostalgia y rechazo culinario, confiesa que en su vida ha probado de todo, menos el pequeño mamífero de orejas grandes. Todo se debe a Rabito, un conejo que de niño adoptó como mascota y al cual sigue rememorando con especial nostalgia.

EL GOLPE FUE DURO, las grietas, derrumbes y espacios vacíos después de las demoliciones de rigor se repiten con triste frecuencia en el paisaje del pueblo. Pero tal como se palpa en el Club Social, la gente tiene ganas de salir adelante e intentan traer de nuevo a sus vidas algo de rutina normal.

En la plaza —con araucarias y palmeras de enormes troncos delgados—, el lugar donde tocaba el orfeón apenas se mantiene en pie. Mientras en una banca dos tipos toman con relajo un enorme helado artesanal, Cardoen se pasea y mira apenado la inclinada edificación. Dice que guarda una vieja foto de sus padres que se tomaron justo ahí hace muchos años y que por eso ahora se empeñará en reconstruirlo tal como aparece en la añosa imagen.



Al otro lado de la calle, la iglesia de Santa Cruz es la expresión más evidente de la tragedia. Su enorme y alba arquitectura parece un inmueble en zona de guerra. Por dentro es una estructura hueca con enormes y altísimas murallas peligrosamente inclinadas. Sólo un Cristo en la cruz que estaba tras el altar se mantuvo en su sitio. El y unas pocas cintas en el piso, que sirvieron de adorno para el matrimonio que se celebró ahí la fatídica noche del 26 de febrero.

Desde la parte alta, un viejo armonio también ha sido preocupación para Cardoen. Su abuela, la concertista Natalia Loyola, tocaba el instrumento que quedó severamente dañado y colgando… Por eso el empresario pagó a unos obreros para que emprendieran una peligrosa misión de rescate: el artefacto ahora se irá al museo.

Cardoen se ha propuesto que la iglesia vuelva a ser lo que era. Nada fácil: calcula que reconstruirla costará algo más de 400 millones de pesos. Ya empresas como CAP o Cementos Bío Bío han comprometido insumos.

“Soy agnóstico, pero la iglesia es un lugar de encuentro que todos quieren acá. Además, el párroco tiene la virtud de que no anda tratando de convertir a la gente”, dice con algo de picardía.

Pilar, su mujer, también se ha sumado al proceso de reconstrucción a través de la Corporación Patrimonio de Colchagua, que preside José Tomás Errázuriz y que tiene entre sus directivos a Hernán Vicuña, Jorge Errázuriz, Christian Hartwig, Ale-xandra Lapostolle y Luis Allegretti.

Se trata de una entidad creada a mediados de marzo y constituida por diez profesionales que buscarán ir más allá de la emergencia, para enfocarse en la tarea de largo plazo que significará levantar parte importante del campo chileno destruido en la VI Región.

MURIERON ONCE PERSONAS en el pueblo. La destrucción en las entrañas de Colchagua fue tan severa como extendida. Y el adobe que reinó por siglos, ahora expone su cara más triste, con buena parte de los hogares rurales en el suelo. Nancagua, Chépica, Lolol o Placilla —con la sobrecogedora imagen del cementerio en que las tumbas parecen haber explotado, quedando los cadáveres a la vista— son algunos de los sitios que gritan la tragedia. Y ésta no sólo botó casas, sino también un señorial estilo de construcción sin más posibilidades de sobrevivencia.

“Tenemos unas cinco mil casas inhabitadas para demoler. Necesitamos tres mil mediaguas y hasta el momento tenemos como 300. Es bien dramático”, lamenta Héctor Valenzuela, alcalde de Santa Cruz, cuyo municipio también está mayoritariamente en el suelo.
“Es el funeral del adobe”, reafirma con resignación Cardoen mientras camina por el pueblo.

Aunque su casa es una sólida construcción de tres pisos a 20 kilómetros del pueblo, el terror igual se apoderó del empresario esa madrugada del 27. Dormía en el segundo piso mientras Alvaro, su pequeño hijo acompañado de un amigo, estaba en el tercer nivel. Y vino el zamarrón. Cardoen apenas se pudo sentar en la cama mientras veía como las murallas se contorneaban y las cosas se venían abajo. No pudo ir a buscar al niño… se mantuvieron en contacto sólo con gritos de un piso a otro. “Creí que la casa se caía. Me cagué de susto. Lejos, es el más terrible de los terremotos que he vivido”, dice sin complicarse un tipo con coraza aparentemente impenetrable.



Pasadas las cuatro de la madrugada iba rumbo a Santa Cruz para ver la suerte que habían corrido el museo y el hotel. A medio camino comprendió el tamaño del desastre: lo único que veía eran casas en el suelo. En una de ellas, con linternas y velas ayudó a sacar de entre los escombros a un hombre aplastado por una pesada muralla.

En el Hotel Santa Cruz había más de cien turistas, la mayoría aterrados italianos que permanecían a la intemperie. El comedor, la pérgola y el spa fueron los más castigados. Poco a poco se fueron todos los huéspedes y el recinto ya no abrió más. Cardoen, pese a que el daño estuvo concentrado en sectores específicos del inmueble, decidió empezar una refacción mayor —con un upgrade de toda la construcción—, por lo que el hotel estará listo en unos tres meses.

Lo más doloroso está en el museo de Colchagua, orgullo y alma del empresario: la mitad del lugar se vino abajo. Todo, porque parte importante correspondía a una antigua casona patronal de adobe que no resistió los más de ocho grados. Tras el terremoto hubo que hacer un segundo trabajo de rescate arqueológico, no por efecto del paso del tiempo, sino de los derrumbes. Muchas piezas de cerámica precolombina y otras en policromado se rompieron, por lo que se viene un largo trabajo de recuperación. Eso sí, se salvaron el Acta de Instalación de la Primera Junta de Gobierno, un piano de O’Higgins y la banda presidencial de José Miguel Carrera.

Más de un millón de dólares hay que invertir en el museo. Lo que se derrumbó, se limpió y ahora está en construcción un espacio moderno, con el doble de superficie.

En Lolol, el Museo de la Artesanía aguantó mejor que sus edificaciones vecinas. Hubo algunas piezas dañadas, pero el recinto apenas demorará unas semanas en abrir.

“Estoy orgulloso. Acá en la zona nadie ha llorado. Todos se han dedicado a limpiar y reconstruir. Salvo el pillaje de los carajos que no faltan y que se produjo en Concepción, ver Santiago sin daños importantes también es un orgullo. Por eso nos merecemos un aplauso para nosotros mismos”.

Un hombre saluda a Cardoen mientras pasa junto a Pilar por una esquina terremoteada. ¿Cómo está don Carlos? ‘‘Acá estoy, cagado, pero contento…’’, responde sintetizando el ánimo de una zona azotada, pero convencida de que lo que se levantará será mejor de lo que se vino abajo.
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