Las mil caras de José Miguel Carrera
ARTES Y LETRAS
Domingo 29 de Abril de 2007
HISTORIA. Este domingo, el programa "Héroes" agrega un nuevo rostro del prócer:
Las mil caras de José Miguel Carrera
En 1821, un incendio en casa de la hija de José Miguel Carrera destruyó todos los retratos que se habían hecho en vida del carismático prócer. Mientras aún vivían su viuda Mercedes y su hermana Javiera, se comenzaron a pintar nuevas imágenes.
A través de nuestra historia, distintos artistas fueron construyendo una variada iconografía de este prócer con fama de buenmozo. Les seguimos la pista a las distintas imágenes del héroe.
ALEXIS JÉLDREZ-HERNÁN RODRÍGUEZ
Veintisiete años después de la muerte de José Miguel Carrera en Mendoza (acaecida en 1821), un incendio destruyó la casa de su hija Rosa Carrera de Aldunate, quien conservaba todas las imágenes hechas en la corta vida del prócer de la Independencia, quien murió a los 35 años.
Pese a esta pérdida, los cuadros que se hicieron en la década siguiente al incendio de 1848 son relevantes, porque aún vivían la hermana y la esposa de José Miguel (Javiera Carrera y Mercedes Fontecilla).
Destaca especialmente el óleo de Francisco Mandiola y la litografía de Narciso Desmadryl, quien se inspira en Mandiola, pero impone un segundo tipo de rostro de Carrera, que va a tener mucha aceptación en el futuro.
Más adelante una serie de pintores abordan el héroe, entre ellos un grabado de Meyer, que va a imponer un tercer tipo de rostro, de rasgos muy finos, que se vincula al popular cuadro de Miguel Venegas Cifuentes, realizado hacia 1950.
Mención aparte merecen las obras donde se retratan escenas de la vida de Carrera. De ellas sólo incluimos en este recuento la conocida obra del uruguayo Juan Manuel Blanes, quien traspasó a la tela los minutos finales de la vida de Carrera.
DESDE FRANCIA
Una mujer es la autora de uno de los retratos de Carrera. Se trata de Clara Filleul, quien llegó a Chile con Raymond Monvoisin.
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En el Palacio de La Moneda se conserva una reproducción del óleo de Francisco Mandiola. Fue realizada hacia 1920 por el pintor Manuel Núñez. Se ubica en el "Salón Amarillo" de La Moneda, que tiene ciertos aires carreristas. Allí se ubica también un retrato de Javiera Carrera Verdugo, la hermana del prócer, atribuido a Cosme San Martín.
La pintora francesa Clara Filleul llegó a Chile hacia 1848 con Raymond Monvoisin. Trabajó con él y algunos dicen que mantuvieron una relación íntima. Es un óleo pintado entre 1850 y 1860 (hay fotos de la obra tomadas en torno a 1865).
Los últimos momentos del General José Miguel Carrera, copia del pintor chileno Juan Francisco González
Los últimos momentos de Carrera en Mendoza -aquí aparece junto a fray José Benito Lamas, quien lo auxilió antes de ser fusilado- fueron retratados por el reputado pintor uruguayo Juan Manuel Blanes. Lo hizo en Montevideo en 1872 (es probable que haya contado con datos de amigos de Carrera, que vivió en esa ciudad en 1819). Blanes trajo esta obra a Chile al año siguiente, pero pese a algunas gestiones iniciales, nadie la compró, por lo que volvió a Uruguay, donde permanece hasta hoy. Con el tiempo, la obra se volvió muy popular y se hicieron varias copias. Una de ellas, de gran tamaño y realizada por Agustín Araya, está en el Museo Histórico Nacional.
José Miguel Valdés Carrera, nieto del prócer, encargó a Francia a H. Meyer este grabado en cobre. Apareció comentado en "El Ferrocarril", en agosto de 1873. Carrera aparece con un mapa que dice "Patagonia" y un soldado atrás. Quizás están cruzando los Andes. Con este cuadro, Meyer impuso un tipo de rostro muy idealizado, de rasgos finos.
Este óleo de Luigi Pompignoli debió pintarse por encargo en Italia entre 1870 y 1880. Hay un par de versiones de la obra, que son propiedad de descendientes del prócer.
Este óleo de Miguel Venegas Cifuentes (uno de los maestros del pintor Claudio Bravo) fue realizado hacia 1950. Actualmente está en el Club de la Unión. Aunque se le considera menos fiel a la figura del héroe -algunos han asemejado sus rasgos a los de un actor de cine-, se ha convertido en una de las imágenes más populares del héroe.
El general René Schneider, comandante en Jefe del Ejército, realizó en 1959 esta copia del cuadro de Venegas, que se conserva en el Museo de la Escuela Militar.
El espigado actor Diego Casanueva, de 27 años, encarnará al héroe en la producción que presenta Canal 13 hoy domingo. Casanueva ha dicho que se identifica con Carrera "más que con O'Higgins, porque es menos conservador y más soñador".
Programas Bicentenario Canal13
Héroes: José Miguel Carrera.
HÉROES
El Príncipe de los caminos. Dirigida Por Cristián Galaz.
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FUENTE: Biblioteca Nacional
Galería nacional o Colección de biografías y retratos de hombres célebres de Chile
escrita por los principales literatos del país ; dirigida y publicada por Narciso Desmadril, autor de los grabados y retratos ; Hermógenes de Irisarri, revisor de la redacción}
El Príncipe de los caminos. Dirigida Por Cristián Galaz.
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FUENTE: Biblioteca Nacional
Galería nacional o Colección de biografías y retratos de hombres célebres de Chile
escrita por los principales literatos del país ; dirigida y publicada por Narciso Desmadril, autor de los grabados y retratos ; Hermógenes de Irisarri, revisor de la redacción}
Presentación
La Biblioteca Nacional se complace en presentar esta Colección de Biografías i Retratos de Hombres Célebres de Chile, facsímil de una obra publicada en 1854 y que gracias a la nueva tecnología de Xerox, ahora puede ser reproducida en forma rápida y a muy bajo costo.
IV
José Miguel de Carrera
Don José Miguel de Carrera nació en esta ciudad de Santiago el 15 de octubre de 1785. Fueron sus padres don Ignacio de la Carrera y doña Francisca de Paula Verdugo, ambos de familias ilustres y para entonces acaudaladas. Pensaron dar a su hijo la educación correspondiente a su clase, colocándole en el colegio de San Carlos, que era el mejor establecimiento que existía en el país; pero la enseñanza rutinera, los malos métodos y peores textos, todo contribuía a formar hastío más bien que afición al estudio. Estando en el curso de filosofía renunció definitivamente al latín y al silogismo, y obtuvo de su padre el permiso para dejar el colegio.
Pocas carreras se abrían a los jóvenes en aquella época. La eclesiástica y la del foro que eran las preferentes se cierran para los que no se preparan por el estudio: la agricultura que era la ocupación de su padre en sus valiosas haciendas, [28] no podía convenir a un adolescente, y el campo en esa edad tiene pocos atractivos y muchos peligros: la del comercio, estaba reducida a unas cuantas tiendas o bodegones administrados por sus mismos dueños, sin dependientes, sin escritorios, sin libros, o sin más contabilidad que meros apuntes o recuerdos de memoria. Sin embargo, se quiso destinar a ella al joven Carrera, mandándole a Lima como teatro más grande, al lado de un anciano y célebre tío que allí tenía; pero la clase de giro que este hacía, la diferencia de edades y un genio algún tanto raro, le hicieron insoportable tal compañía. Dejó la casa y se fue a la de don Francisco Javier de los Ríos su paisano, sujeto amable, generoso y muy honrado: él le volvió a su familia.
La verdadera vocación de don José Miguel era la milicia; y, como en Chile no hubiese ejército, recabó de su padre la licencia y los recursos necesarios para pasar a España. Fácil le fue a su arribo a Madrid conseguir la plaza de teniente en el regimiento de Farnecio, recomendándose para ante sus jefes por su puntualidad, aplicación y bellas disposiciones. Cuando la invasión a la península por el Emperador Napoleón, se levantó un nuevo regimiento denominado Voluntarios de Madrid, y se le llamó para capitán, entrando al momento en campaña y hallándose en varias batallas. Se distinguió en los ataques de Madrid en diciembre de y 1808 y en las acciones de Mora, Consuegra, Puente del Arzobispo, Yevenes, Ocaña y en la de Talavera. Obtuvo varias medallas, que en la emigración a Buenos Aires vendió su esposa por solo el valor del oro para sustentarse con sus hijos por un día. Se había acreditado tanto en la organización y disciplina de tropas, que se le ascendió a sargento mayor y se le mandó a formar el regimiento de Húsares de Galicia; lo que hizo en muy poco tiempo, y a entera satisfacción del inspector Balcarce, según se lo expresó en una carta que existe entre sus papeles, y en la que, por premio de su trabajo le otorga una corta licencia para descansar en Cádiz.
Residían en esa ciudad muchos americanos que por la frecuencia de buques que llegaban de todas partes, estaban al corriente de los progresos que hacía la revolución en toda la América española. Se reunían, se comunicaban las noticias que adquirían, formaban planes para escaparse y venir a tomar parte en la gloriosa lucha de la independencia. Carrera fue denunciado al capitán general y encerrado en un castillo como reo de estado. Pudo sustraerse de la prisión por los esfuerzos de sus compañeros y por la generosa protección de los respetables ingleses Mr. Cockburn y Mr. Flemming comodoro al mando del navío Standart, próximo a zarpar para el Pacífico. Le dio pasaje en él y le dispensó su amistad.
El 26 de julio de 1811 tuvo el gusto de volver a su patria, y en el Manifiesto que publicó en 1818 dice: «La situación del país en aquella época era por cierto lamentable. Orden, combinación, experiencia, planes, energía, todo faltaba para establecer la independencia, menos el deseo de ser libres. Las formas republicanas unidas al poder absoluto: dividida la opinión por la divergencia de los partidos; la ambición disfrazada con el ropaje del bien público; la autoridad sin reglas para mandar; el pueblo sin leyes para obedecer; [29] cual nave sin gobierno en medio de las olas, fluctuando entre las convulsiones de la anarquía, presentaba Chile en su estado de oscilación el cuadro de la crisis espantosa que precede a la regeneración política de los pueblos, al exterminio de envejecidas preocupaciones, al sacudimiento súbito de un yugo antiguo y ominoso.»
Situación tal no podía durar: todos deseaban remediarla. El día 4 de setiembre, es decir, a los 40 días de haber desembarcado en Valparaíso, varios patriotas le convidaron para hacer una revolución, quitando las armas de las manos que las gobernaban, y nombrar una nueva junta superior. El sonido de las doce de la mañana fue la señal para asaltar el cuartel de artillería con el mejor efecto y quedó hecha la revolución y nombrado el nuevo gobierno, llamando a don José Miguel el libertador. «Este digno epíteto (dice el oficio) ha merecido VS. por la generosa acción de 4 del corriente, en que conciliando todo el carácter de un militar valiente con el de un virtuoso ciudadano, ha defendido a un tiempo los derechos de la religión, del rey y de la patria.»
Pronto siguió el descontento público contra ese gobierno y el 16 de noviembre hubo una reunión, o como entonces se decía pueblada, para destituirlo, nombrando otro en que entró Carrera como presidente. Descubrió una actividad extraordinaria, que contrastaba singularmente con la apatía de sus antecesores. Todos miraban estupefactos esa sed insaciable de reformas, y ese denuedo para acometer empresas. En 18 meses que duró su gobierno, logró arreglar las rentas públicas y casi doblarlas; creó el Instituto Nacional Literario; trajo de Norte América la primera imprenta que vio el país, con hombres competentes para manejarla; encomendando la redacción de la Aurora al literato Henríquez; formó sociedades para el fomento del comercio y la agricultura; entabló relaciones comerciales con Estados Unidos por medio de su amigo Mr. Joel Roberto Poinsset cónsul general; organizó la fuerza armada y levantó los escuadrones de la Gran Guardia, que él mismo instruía y disciplinaba; se construyeron cuarteles, trenes y campamentos volantes, fábrica de armas, etc., etc.
Carrera miraba la guerra tan próxima, como remota los ciudadanos, y tantos preparativos, se tomaban como amagos contra la libertad y medios para la tiranía. Pensaron contenerlo por medio de conspiraciones horrorosas, en que siempre se acordaba asesinarlo, junto con su respetable y anciano padre y sus dos hermanos. La primera se descubrió el 27 de noviembre: fueron presos sus autores y convictos, muchos condenados a muerte y otros a expatriación, como consta del proceso original que existe en su familia; pero todos fueron perdonados sin lograr vencerlos con la generosidad, sino alentarlos para entrar en otras y otras que también se descubrieron.
Desesperados de obtener por estos medios sus inicuos intentos, fomentaron una guerra abierta con la vasta y poblada provincia de Concepción. Se pusieron las fuerzas de ambos bandos en campaña, y encontrándose en las márgenes del caudaloso Maule, pidió Carrera una entrevista al Dr. don Juan Martínez de Rozas, que era el hombre influente en el sur, y allí pudo su natural [30] elocuencia, su persuasión, sus finos modales, conjurar una borrasca que podía matar a la patria en su cuna. Se firmó una convención que puso fin a la contienda; pero que no restableció la concordia y unidad tan necesaria para resistir a la futura invasión.
Vuelto a la capital y al ejercicio de la primera magistratura, redobló su actividad para organizarlo todo. Ya veía más claro los planes del virrey de Lima, así por la rebelión de la plaza de Valdivia, como por la nota insultante que había pasado al gobierno. Pensó Carrera salir para la frontera con el objeto de pasar una revista de inspección a la fuerza veterana, y organizar la de milicias, para hacer que entrase en sus deberes la refractaria Valdivia; pero listo ya para el viaje, se descubrió una nueva conjuración que le detuvo. Finalizado el proceso y condenados los reos, llegó la noticia del desembarco de la expedición realista en San Vicente. Este fue el momento en que Carrera desplegó todo su genio emprendedor y activo, toda la fuerza de su inteligencia, todas sus virtudes cívicas, toda su generosidad. Puso en libertad a todos los reos políticos, llamó a todos los que estaban confinados en los campos, convidó con el olvido de lo pasado, pidió la cooperación de todos los partidos para resistir al enemigo, expidió todas las órdenes necesarias, y al día siguiente partió para el sur con una escolta de doce húsares, y dos oficiales que le ayudasen en las tareas de reunir víveres, caballos, milicianos y cuanto su previsión creía necesario. A los 20 días estaba en las orillas del Maule al mando de más de nueve mil hombres.
Abrió la campaña con la atrevida empresa de sorprender al enemigo en su campamento de Yerbas Buenas, lográndolo tan completamente que casi todo él rindió las armas en un instante. Este glorioso hecho tuvo el resultado de desalentar a los realistas hasta ponerlos en retirada, y entusiasmar a los inexpertos patriotas hasta llegar a creerse invencibles. La batalla de San Carlos, el asalto de Talcahuano y la sumisión de todo el territorio en menos de 40 días, fue la obra de Carrera, y en sus acertados planes, entró el de encerrar al enemigo en Chillan, cortado de toda comunicación con el Perú. Pronto le puso un sitio estrecho; pero el duro invierno que fue tan funesto a Napoleón en Rusia, causó los mismos males en escala proporcional al ejército chileno. La fortaleza de ánimo y aun de cuerpo con que el general soportó la desgracia, pasando a la intemperie día y noche presenciando cuanto se hacía, las prevenciones tan oportunas que tomaba, todo captaba la admiración y el soldado viéndole sufrir con constancia la misma hambre y sed, la misma lluvia, lo consideraba como un amante padre. Levantó el sitio para reponerse.
Dos meses después volvió y reunidas en el Roble la división de O'Higgins, con las de los dos Benavente, se alojó Carrera con su pequeña escolta y al amanecer del 12 de octubre fueron sorprendidas completamente. Esta función de armas fue gloriosa, como todas en las que él se hallaba. Cortado por los realistas se arrojó al Itata a nado, y al tocar la orilla opuesta, se encontró con otra partida enemiga, no dejando otro arbitrio que seguir aguas abajo, perseguido tan de cerca que tuvo una herida en el costado y su caballo varias; pero su valor [31] y sangre fría, y el acertado tiro de pistola que puso en la cara de su perseguidor le pudieron salvar.
Los enemigos políticos de don José Miguel se habían apoderado de los consejos supremos, y acordaron, deponerlo del generalato; pero temiendo su resistencia, separaron la atención de los realistas y se contrajeron a practicar mil y mil bajezas para lograr su intento. Pensaban darle por sucesor a un militar extranjero, y exaltado su patriotismo con esto pidió ser reemplazado por el coronel O'Higgins. ¡Qué pronto debía pesarle tal elección!
Separado del mando se desencadenaron los odios contra su persona: le insultaron, le obligaron a salir de Concepción por tierra, sin escolta competente y sin los necesarios medios de atravesar 80 leguas de campos casi dominados por el enemigo. En Penco hizo una parada para reunir algunos amigos que le acompañasen y algunos caballos; pero al amanecer del tercer día fue asaltado por una partida realista, asesinados los asistentes, saqueados los equipajes, y amarrados don José Miguel y su hermano don Luis, fueron llevados a Chillan y encerrados en inmundos calabozos, cargados de grillos, y procesado el primero como reo de lesa-majestad. Los realistas creyeron dominar a Chile con solo tener encadenado al león que lo defendía. Se dijo que la prisión era obra de una venta, y si no hubiesen documentos, bastaría para creerlo el haberse efectuado a dos cuadras de la fortaleza, a tres leguas del ejército, y la flojedad con que fue perseguido el enemigo.
Por los ignominiosos tratados de Lircay se pusieron en libertad a todos los prisioneros, menos a los Carreras que por un artículo secreto debían ser embarcados en Talcahuano para llevarlos al virrey con la causa seguida. Carrera descubrió el plan y en la misma noche efectuó su escape, para caer en nuevas persecuciones. Conociendo que mientras dominasen el país sus crueles enemigos, no podía él gozar de tranquilidad, trató de pasar la cordillera por el Planchón y embarcarse en Buenos Aires para Norte América. Un temporal le cerró el camino, y descubierto el viaje se atribuyó que se acercaba al ejército para sublevarlo. La persecución fue desde entonces más activa: lograron prender a don Luis, y llamaron por edictos y pregones a don José Miguel. No se le dejó más camino que el de una revolución, y el último día que se cumplía el plazo de los edictos, se presentó con algunos amigos en los cuarteles de la capital, dirigió a los soldados sus enérgicas palabras y la revolución fue hecha. Trajeron a su presencia al Director Supremo, y Carrera le dijo: -Señor, no he podido cumplir antes con su llamamiento. Aquí estoy. El buen general Lastra le contestó: Estoy en poder de V. disponga como quiera de mí. -Dispongo que se vaya V. tranquilo a dormir con su buena señora. ¡Qué contraste!
Colocado Carrera por segunda vez en la silla presidencial, despachó incontinenti un parlamentario para intimar al general español que si en el término de un mes no dejaba el país como estaba estipulado, tuviese por rotas las hostilidades. O'Higgins apresó al oficial y le quitó las comunicaciones, y celebró una junta de guerra en la que se acordó desconocer al nuevo gobierno, [32] y marchar con el ejército a derribarlo, en circunstancias que un general realista había desembarcado en Talcahuano con un fuerte auxilio. Carrera con su acostumbrada actividad levantó tropas en Santiago, bien para resistir a O'Higgins, si era tan terca y ciega su pasión, o para reforzarlo contra los españoles si lograba despertar su patriotismo. Por desgracia todo fue inútil y la catástrofe tuvo lugar a dos leguas de la capital el 26 de agosto, quedando O'Higgins completamente derrotado y la patria despedazada. El mismo día de esta nefanda acción pasó el río un parlamentario español que venía a retaguardia de O'Higgins para intimar la rendición al que triunfase. Carrera le rechazó con indignación. O'Higgins había escapado con unos pocos oficiales y a los dos días pidió perdón a Carrera que se lo otorgó con la mayor generosidad, le hospedó en su casa y paseó las calles con él, para demostrar al pueblo su cordial reconciliación.
Un mes antes y en medio de tan graves atenciones don José Miguel había contraído matrimonio con la señorita doña Mercedes Fontecilla y Valdivieso, parienta suya, y que desde su llegada de Europa había conquistado su corazón, y esperaba que alcanzase a la edad núbil. Este afecto, por grande que fuese, no le embargaba el tiempo para trabajar en la reorganización del ejército; pero esta reorganización no era posible en treinta días, después de haber combatido una mitad contra la otra, y habiendo quedado tan hondos rencores. Consecuencia de ellos era la insubordinación general y la obstinación para encerrar el grueso del ejército en la estrecha plaza de Rancagua. El 1.º de octubre fue atacada por el general Osorio con dobles fuerzas que las nuestras y mejor ordenadas. Se rindió con honor, pero la patria llorará siempre ese infausto día.
Don José Miguel Carrera creyó alargar la guerra hasta donde fuese posible, retirándose a las provincias del norte con cuantos recursos pudiese trasportar, pero el pánico era general y todos pensaban solo en emigrar a Mendoza. La defección de la guarnición de Valparaíso que había mandado retirar hacia Quillota: la de la escolta de los caudales públicos, y la general insubordinación le quitó hasta la última esperanza. Entonces se contrajo a formar una fuerte guerrilla, compuesta de fieles y valientes soldados, para proteger la emigración. Tuvo varios ataques que sufrir dentro de la misma cordillera, y él fue el último que la dobló.
Sus principales enemigos volaban más que marchaban para Mendoza, con el fin de prevenir el ánimo de San Martín contra los Carreras y sus amigos. D. José Miguel había pedido oficialmente el asilo, y por tanto creía que los restos del ejército debían conservar su bandera, lo que no quería San Martín; porque miraba en perspectiva la reconquista de Chile bajo sus órdenes. Fomentó por todos medios las discordias, se hizo acusar a los Carreras y sus partidarios como ladrones de los caudales públicos; y por último, se apoderó de sus personas y mandó registrar escrupulosamente los reducidos equipajes, en los que no se encontró objeto alguno de valor. Chasqueados en este escrutinio y rota la máscara, desterró a Buenos Aires a los dos Carreras con sus [33] tiernas esposas y a varios de sus compañeros escoltados por una partida de dragones, que ellos habían de costear, para apurar así sus escasos recursos.
Don José Miguel llegó a Buenos Aires en mala hora. Acababa de ocurrir a su hermano D. Luis un duelo, en que tuvo la desgracia de dejar muerto a su adversario. Un duelo en un pueblo nuestro y entre dos personas notables era una novedad espantosa. Se practicaron varias prisiones y se levantó un proceso para aplicar las penas señaladas por las leyes. Por fortuna este crimen tiene siempre celosos abogados en los militares, y los de allí tomaron la defensa de don Luis y, con sus esfuerzos, lograron sobreseer la causa.
Pocos días después acaeció una revolución, y el general Alvear dejó la ciudad con un bello ejército: se acampó en los Olivos. Don José Miguel que día y noche soñaba con la restauración de Chile, le hizo una visita para aconsejarle que, abandonando intereses mezquinos de partido y huyendo de una guerra civil, acometiese tan gloriosa empresa. Esta visita le valió una prisión en el Fuerte, aunque el presidente del cabildo la atribuyó a un equívoco.
Conociendo el triste estado en que se hallaba Buenos Aires y que sus exhortaciones no encontraban eco, se embarcó para Norte América a mediados de 1815 en busca de algunos recursos para armar buques que hostilizasen a los enemigos de su patria. Para costear este viaje empeñó las alhajas de su señora en mil pesos. Fue muy bien recibido en aquella tierra clásica de libertad. El presidente Monroe le acogió con franca y leal benevolencia. Sus amigos, M. Poinsett y M. Porter, le proporcionaron valiosas relaciones en la alta sociedad, y las contrajo también con el rey José, con los mariscales Closel y Grouchy y con los más ilustres emigrados. Ellos le dieron planes de organización de ejércitos, de establecimientos científicos y de muchas otras cosas que podrían plantearse en Chile. Pudo formar una flotilla de tres buques, cargándolos de armamento, municiones, etc. y llenarlos de hombres utilísimos; entre ellos dos generales franceses, 30 oficiales distinguidos y otros tantos literatos y artistas sobresalientes. Algunos han prestado servicios importantes. Para probar su gran capacidad para todo, nótese que vino hablando el francés y el inglés habiendo partido sin conocer una palabra de estos idiomas.
A los 14 meses, es decir, a fines de 1816 ancló en Buenos Aires la fragata Clifton y, después de abrazar a su esposa, pasó a presentarse al director Pueyrredon que le recibió con mucha frialdad. Dándole cuenta de sus planes sobre las costas de Chile, le dijo el director: «A la fecha San Martín debe haberse movido contra Chile.» Carrera le contestó: «Tanto mejor, iré a ayudarle por mar.» -«V. no puede ir a Chile, porque hemos acordado con San Martín la persona que se ha de encargar del mando.» -«Entonces San Martín no va a libertar el país sino a conquistarlo, no va a dejar a los pueblos que elijan a su mandatario, sino a imponérselo.» -«Qué quiere V. así es preciso.»
Desde ese momento quedó Carrera vigilado muy de cerca. Se le obligó a desembarcar a sus compañeros, tomó en arriendo una quinta para alojar a los que no cabían en su casa, y los mantuvo hasta que cada uno buscó acomodo. [34] La fragata se dio a la vela con su cargamento, y así mismo un bergantín que acababa de llegar, y fueron a expender su carga a otra parte.
Llegó la noticia de la batalla de Chacabuco, y la noche antes de entrar el general San Martín a aquella ciudad para recibir la corona tan bien merecida por ese espléndido triunfo, fue preso don José Miguel, su hermano don Juan José y sus más inmediatos amigos, embargados todos los papeles y hasta una pequeña imprenta que tenía empaquetada. San Martín le visitó en su calabozo, y es doloroso confesar que fue con solo el objeto de insultarle. Al día siguiente fue llevado a bordo de un buque de guerra de donde, burlando la vigilancia de sus guardias, logró escapar y asilarse en Montevideo.
El general portugués Lecor le concedió un generoso asilo y mucha benevolencia, a pesar de los repetidos reclamos de Pueyrredon. Dedicó su tiempo a vindicar su honor tan vilmente ultrajado en los escritos de sus tenaces perseguidores. Escribió un manifiesto a los pueblos de Chile, y respondió a cuanta calumnia se le hacía, pero como la prensa pública no pudiese dar a luz sus escritos, se procuró una pequeña imprenta. Nunca había conocido el mecanismo de esta arte, y principió por distribuir los tipos en platos de loza, colocándolos en el suelo de su cuarto y según el orden alfabético. Figúrense las idas y venidas, las distintas posiciones que tenía que tomar, para componer una palabra. Con la paciencia propia a una voluntad fuerte, logró componer las cuatro primeras páginas, después de deshacerlas muchas veces. Por fortuna llegó un amigo inteligente que le enseñó y ayudó a montar la letra, a hacer y amarrar las formas, manejar la prensa etc.
Mientras tanto sus recursos pecuniarios se agotaban, y órdenes expedía la corte del Brasil para que se le expulsase como pedía Buenos Aires. Confiscados todos sus bienes, asesinados sus dos hermanos en Mendoza, y su respetable y octogenario padre muerto por la bárbara medida de presentarle la cuenta de la ejecución de sus hijos para que la pagase, su hermana presa en un fortín de la frontera, y su mujer y tiernos hijos sin hogar; ¿qué hacer? Pidió asilo al oriental Artigas y se lo negó. Desesperado monta un día a caballo con una pequeña maleta a la grupa, y acompañado sólo del coronel francés M. Mercher, se arroja a la campaña sin destino y sin brújula. La suerte le llevó a Entreríos donde gobernaba Ramírez. Éste le recibió con desdén, no sólo por su natural suspicacia, sino por saber que Artigas no lo quería; pero antes de tres días se había ganado su voluntad y confianza. Pronto le decidió a emprender una campaña contra el gobierno de Buenos Aires, tomando primero a Santa Fe para asegurar su retaguardia y aumentar sus fuerzas. Pueyrredon tomó activas providencias para defenderse, poniendo en campaña sus mejores tropas y acreditados generales. Nada pudo contener el torrente de Ramírez gobernado por Carrera. En el Rosario es derrotado Balcarse y después en San Nicolás; Viamont, general en jefe, cae prisionero; Rondeau es deshecho en la cañada de Cepeda, Soler en la cañada de la Cruz y puente de Marqués y pone sitio a Buenos Aires por 19 días. Baja del mando Pueyrredon y le sucede Sarratea. Ya Carrera ha logrado su principal objeto. Saca de los archivos [35] la correspondencia del gobierno de Chile que le es referente; llama a los chilenos allí residentes y se le reúnen como 300 en la chacarilla. Una asonada que fracasó en Buenos Aires le llevó al general Alvear y muchos jefes comprometidos y que lo comprometieron también por haberlos recibido bien. Entonces se puso en juego la intriga y el oro para defeccionar a los aliados de Carrera. Tuvo que quedar solo y defenderse de varios ataques en los que, si no triunfaba, se retiraba en orden. Por Melincue se internó en la pampa o desierto y después de 35 días de marcha muchos sin encontrar agua ni carne, alimentándose con los caballos, llegó a una toldería de indios. Entró en relaciones con los principales caciques, y se hizo adorar de ellos, hasta darte el título de Pichi Rey o reyecito. Algunos que renunciaron por sus insinuaciones a robar y matar, le siguieron cuando volvió a la frontera por la noticia que Ramírez había pasado de nuevo el Paraná.
En Chaján fue sorprendido por 600 cordobeses a las órdenes de Bustos y los derrotó con sólo 150 chilenos. Lo mismo hizo con los puntanos en Río Quinto, en el 4º con los mendocinos, matando a su jefe Morán. En San Luis descubrió un motín entre sus soldados ganados con los doce mil pesos que había mandado allí O'Higgins, como mandó 30 a Mendoza y 30 a San Juan, conociendo que éste era el mejor medio para vencer a soldados mal comidos, mal vestidos y sin paga alguna. Este motín fue deshecho por entonces, mediante las medidas acertadas y generosas que empleó. El 29 de agosto, salió con dirección a San Juan, y en las lagunas de Guanacachi, encontró una división enemiga medio atrincherada; pero no pudo vencerla por el mal estado de su caballada. -Continuó su marcha hacia Jocoli donde se le dijo había un destacamento cuidando cantidad de caballos. En medio de una noche muy oscura, sale de sus tropas un grito: «Alto, amarrar al general y al coronel y matar a los oficiales. «Los traidores Arias, Moya, Fuentes e Inchauti caen sobre él: faltaron sus pistolas y fue amarrado. Se avisó la noticia a Mendoza y lo hicieron entrar en esa situación entre mil escarnios e insultos. Fue encerrado en el sótano e intimada la sentencia de muerte que sus crueles enemigos habían dictado el 27 de noviembre de 1811. Don José Miguel recibió la noticia sin sorpresa: pidió por confesor al que lo era de su suegra doña Rosa Valdivieso, que residía presa en aquella ciudad, y se le negó. Quiso verla y el estado de debilidad y abatimiento en que se encontraba la señora, no le permitió darle este consuelo. Suplicó le diesen un poco de papel y tinta, y se sentó con toda calma a escribir la siguiente carta:
Sótano de Mendoza, setiembre 4 de 1821. 9 de la mañana.
«Mi adorada pero muy desgraciada Mercedes: un accidente inesperado y un conjunto de desgraciadas circunstancias, me ha traído a esta situación triste. Ten resignación para escuchar que moriré hoy a las 11. Sí, mi querida, moriré con el solo pesar de dejarte abandonada con nuestros tiernos cinco hijos, en país extraño, sin amigos, sin relaciones, sin recursos. -¡Más puede la Providencia que los hombres! No sé por qué causa se me aparece como un [36] ángel tutelar el oficial D... Olazábal, con la noticia de que somos indultados, y vamos a salir en libertad con mi buen amigo Benavente y viejecito Álvarez que nos acompaña...»
El ángel era un demonio que daba esta noticia para ver si con transiciones tan violentas lograban que cayese en enajenación mental. Al poco tiempo vinieron a sacarle para el patíbulo y entonces tomó un pedazo de papel como de dos pulgadas y escribió con lápiz por uno y otro lado:
«Miro con indiferencia la muerte; sólo la idea de separarme para siempre de mi adorada Mercedes y tiernos hijos despedaza mi corazón. Adiós, adiós.»
Lo dobló y encerró en la caja del reloj y se puso en marcha. Desde la puerta de la cárcel tendió la vista por la plaza llena de tropas y gente: se sonrió con los que le mostraban simpatías; pero al oír gritos insultantes y algazara dijo, -«¡Qué pueblo tan incivil!» Los sacerdotes le pedían que perdonase al pueblo y olvidase las injurias. Les respondió: «Si el olvido pudiese mitigar los males que se han inferido a toda mi familia, o hiciere menos notorias tamañas injusticias, lo haría libremente; y añadió, que tenía la conciencia de la rectitud y honor de toda su vida, y que por eso no olvidaría ni pediría el olvido de sus enemigos entre los que contaba a los mendocinos como los más bárbaros e iliberales. «Al llegar al banco se quitó un precioso poncho y, junto con su reloj, lo mandó a su señora suegra como un recuerdo para sus hijos. Se sentó, y tratando de atarle los brazos y vendar los ojos, rechazó a los verdugos con indignación. Se puso la mano sobre el corazón y mandó el fuego: dos balas le entraron por la frente y dos por la mano al corazón: cayó casi sin agonía, en el mismo lugar en que dos años antes habían caído sus dos hermanos. La cabeza y un brazo le fueron cortados y puestos en la picota en la torre del cabildo. -Después se dijo que la primera había sido mandada a O'Higgins.
Dos años después, todos sus enemigos políticos habían desaparecido de la escena pública, y vagaban en tierra extraña ocultando su vergüenza e ignominia, sin que hubiesen podido sostenerse en el mando a pesar de tan cruel tiranía y tanta efusión de sangre.
Cuando Chile gozó de la plena libertad que nunca había tenido, ni tal vez tendrá después, el Congreso dictó una ley vindicando la memoria de los Carreras, mandando una numerosa comisión a transportar sus cenizas, honrándolas con las más solemnes exequias y premiando a su familia; y entonces el fúnebre poeta cantó:
Cubran cipreses fúnebres la escena
del sacrificio atroz -riéguela el llanto
de la nación chilena,
y desde el trono santo
donde reside el Hacedor Divino
grato perdón descienda al asesino:
mas eternice el genio de la historia
la incorrupta memoria
del que sabe morir como hombre fuerte
del que marcha a la muerte
sin que le imprima susto,
así muere el honrado y muere el justo.
Así inmolados por venganzas fieras
murieron en Mendoza los Carreras.
J. J. DE MORA. [37]
Mr. Yates, joven irlandés que sirvió a las órdenes del general y le acompañó hasta lo último, en un escrito que sirve de apéndice a la obra de M. Grahan hace este retrato:
«Carrera tenía 35 años: era alta y graciosa su presencia, tenía el cabello negro, frente espaciosa, ojos negros y penetrantes: nariz aguileña. Él era honorable, emprendedor y bravo: franco con sus amigos: libre de disimulación o envidia: compasivo y generoso hasta el extremo. Su genio era suave e igual: ni la adversidad ni la buena fortuna podían perturbar la elevación de su alma. Su humanidad era tan excesiva, que casi no merecía el nombre de virtud; porque traspasando los límites que la prudencia prescribe, degeneraba en inexplicable falta o debilidad. Un enemigo, por criminal que fuese, era tratado con la misma generosidad y compasión. Aun los asesinos de nuestros soldados y compañeros eran salvados, ofreciéndoles así la ocasión de continuar haciéndonos mal.
«Esta magnanimidad que habría inmortalizado a Carrera en cualquiera parte del mundo, era perdida en América, donde tal virtud es poco conocida y menos practicada. Sus enemigos atribuían su generosidad a miedo, y en algunos de sus papeles públicos tenían la impudencia de llamar cobarde al que con ciento cuarenta hombres y los solos recursos de su genio, había hecho vacilar a los gobiernos y gobernantes desde el Atlántico hasta el Pacífico.
«Si su ambición era vivir sin una mancha de sangre, crueldad o injusticia echada sobre su carácter, él logró sus deseos; pero es más que probable que sus bárbaros enemigos nieguen todas sus buenas calidades.»
DIEGO JOSÉ BENAVENTE.
José Miguel de Carrera
Don José Miguel de Carrera nació en esta ciudad de Santiago el 15 de octubre de 1785. Fueron sus padres don Ignacio de la Carrera y doña Francisca de Paula Verdugo, ambos de familias ilustres y para entonces acaudaladas. Pensaron dar a su hijo la educación correspondiente a su clase, colocándole en el colegio de San Carlos, que era el mejor establecimiento que existía en el país; pero la enseñanza rutinera, los malos métodos y peores textos, todo contribuía a formar hastío más bien que afición al estudio. Estando en el curso de filosofía renunció definitivamente al latín y al silogismo, y obtuvo de su padre el permiso para dejar el colegio.
Pocas carreras se abrían a los jóvenes en aquella época. La eclesiástica y la del foro que eran las preferentes se cierran para los que no se preparan por el estudio: la agricultura que era la ocupación de su padre en sus valiosas haciendas, [28] no podía convenir a un adolescente, y el campo en esa edad tiene pocos atractivos y muchos peligros: la del comercio, estaba reducida a unas cuantas tiendas o bodegones administrados por sus mismos dueños, sin dependientes, sin escritorios, sin libros, o sin más contabilidad que meros apuntes o recuerdos de memoria. Sin embargo, se quiso destinar a ella al joven Carrera, mandándole a Lima como teatro más grande, al lado de un anciano y célebre tío que allí tenía; pero la clase de giro que este hacía, la diferencia de edades y un genio algún tanto raro, le hicieron insoportable tal compañía. Dejó la casa y se fue a la de don Francisco Javier de los Ríos su paisano, sujeto amable, generoso y muy honrado: él le volvió a su familia.
La verdadera vocación de don José Miguel era la milicia; y, como en Chile no hubiese ejército, recabó de su padre la licencia y los recursos necesarios para pasar a España. Fácil le fue a su arribo a Madrid conseguir la plaza de teniente en el regimiento de Farnecio, recomendándose para ante sus jefes por su puntualidad, aplicación y bellas disposiciones. Cuando la invasión a la península por el Emperador Napoleón, se levantó un nuevo regimiento denominado Voluntarios de Madrid, y se le llamó para capitán, entrando al momento en campaña y hallándose en varias batallas. Se distinguió en los ataques de Madrid en diciembre de y 1808 y en las acciones de Mora, Consuegra, Puente del Arzobispo, Yevenes, Ocaña y en la de Talavera. Obtuvo varias medallas, que en la emigración a Buenos Aires vendió su esposa por solo el valor del oro para sustentarse con sus hijos por un día. Se había acreditado tanto en la organización y disciplina de tropas, que se le ascendió a sargento mayor y se le mandó a formar el regimiento de Húsares de Galicia; lo que hizo en muy poco tiempo, y a entera satisfacción del inspector Balcarce, según se lo expresó en una carta que existe entre sus papeles, y en la que, por premio de su trabajo le otorga una corta licencia para descansar en Cádiz.
Residían en esa ciudad muchos americanos que por la frecuencia de buques que llegaban de todas partes, estaban al corriente de los progresos que hacía la revolución en toda la América española. Se reunían, se comunicaban las noticias que adquirían, formaban planes para escaparse y venir a tomar parte en la gloriosa lucha de la independencia. Carrera fue denunciado al capitán general y encerrado en un castillo como reo de estado. Pudo sustraerse de la prisión por los esfuerzos de sus compañeros y por la generosa protección de los respetables ingleses Mr. Cockburn y Mr. Flemming comodoro al mando del navío Standart, próximo a zarpar para el Pacífico. Le dio pasaje en él y le dispensó su amistad.
El 26 de julio de 1811 tuvo el gusto de volver a su patria, y en el Manifiesto que publicó en 1818 dice: «La situación del país en aquella época era por cierto lamentable. Orden, combinación, experiencia, planes, energía, todo faltaba para establecer la independencia, menos el deseo de ser libres. Las formas republicanas unidas al poder absoluto: dividida la opinión por la divergencia de los partidos; la ambición disfrazada con el ropaje del bien público; la autoridad sin reglas para mandar; el pueblo sin leyes para obedecer; [29] cual nave sin gobierno en medio de las olas, fluctuando entre las convulsiones de la anarquía, presentaba Chile en su estado de oscilación el cuadro de la crisis espantosa que precede a la regeneración política de los pueblos, al exterminio de envejecidas preocupaciones, al sacudimiento súbito de un yugo antiguo y ominoso.»
Situación tal no podía durar: todos deseaban remediarla. El día 4 de setiembre, es decir, a los 40 días de haber desembarcado en Valparaíso, varios patriotas le convidaron para hacer una revolución, quitando las armas de las manos que las gobernaban, y nombrar una nueva junta superior. El sonido de las doce de la mañana fue la señal para asaltar el cuartel de artillería con el mejor efecto y quedó hecha la revolución y nombrado el nuevo gobierno, llamando a don José Miguel el libertador. «Este digno epíteto (dice el oficio) ha merecido VS. por la generosa acción de 4 del corriente, en que conciliando todo el carácter de un militar valiente con el de un virtuoso ciudadano, ha defendido a un tiempo los derechos de la religión, del rey y de la patria.»
Pronto siguió el descontento público contra ese gobierno y el 16 de noviembre hubo una reunión, o como entonces se decía pueblada, para destituirlo, nombrando otro en que entró Carrera como presidente. Descubrió una actividad extraordinaria, que contrastaba singularmente con la apatía de sus antecesores. Todos miraban estupefactos esa sed insaciable de reformas, y ese denuedo para acometer empresas. En 18 meses que duró su gobierno, logró arreglar las rentas públicas y casi doblarlas; creó el Instituto Nacional Literario; trajo de Norte América la primera imprenta que vio el país, con hombres competentes para manejarla; encomendando la redacción de la Aurora al literato Henríquez; formó sociedades para el fomento del comercio y la agricultura; entabló relaciones comerciales con Estados Unidos por medio de su amigo Mr. Joel Roberto Poinsset cónsul general; organizó la fuerza armada y levantó los escuadrones de la Gran Guardia, que él mismo instruía y disciplinaba; se construyeron cuarteles, trenes y campamentos volantes, fábrica de armas, etc., etc.
Carrera miraba la guerra tan próxima, como remota los ciudadanos, y tantos preparativos, se tomaban como amagos contra la libertad y medios para la tiranía. Pensaron contenerlo por medio de conspiraciones horrorosas, en que siempre se acordaba asesinarlo, junto con su respetable y anciano padre y sus dos hermanos. La primera se descubrió el 27 de noviembre: fueron presos sus autores y convictos, muchos condenados a muerte y otros a expatriación, como consta del proceso original que existe en su familia; pero todos fueron perdonados sin lograr vencerlos con la generosidad, sino alentarlos para entrar en otras y otras que también se descubrieron.
Desesperados de obtener por estos medios sus inicuos intentos, fomentaron una guerra abierta con la vasta y poblada provincia de Concepción. Se pusieron las fuerzas de ambos bandos en campaña, y encontrándose en las márgenes del caudaloso Maule, pidió Carrera una entrevista al Dr. don Juan Martínez de Rozas, que era el hombre influente en el sur, y allí pudo su natural [30] elocuencia, su persuasión, sus finos modales, conjurar una borrasca que podía matar a la patria en su cuna. Se firmó una convención que puso fin a la contienda; pero que no restableció la concordia y unidad tan necesaria para resistir a la futura invasión.
Vuelto a la capital y al ejercicio de la primera magistratura, redobló su actividad para organizarlo todo. Ya veía más claro los planes del virrey de Lima, así por la rebelión de la plaza de Valdivia, como por la nota insultante que había pasado al gobierno. Pensó Carrera salir para la frontera con el objeto de pasar una revista de inspección a la fuerza veterana, y organizar la de milicias, para hacer que entrase en sus deberes la refractaria Valdivia; pero listo ya para el viaje, se descubrió una nueva conjuración que le detuvo. Finalizado el proceso y condenados los reos, llegó la noticia del desembarco de la expedición realista en San Vicente. Este fue el momento en que Carrera desplegó todo su genio emprendedor y activo, toda la fuerza de su inteligencia, todas sus virtudes cívicas, toda su generosidad. Puso en libertad a todos los reos políticos, llamó a todos los que estaban confinados en los campos, convidó con el olvido de lo pasado, pidió la cooperación de todos los partidos para resistir al enemigo, expidió todas las órdenes necesarias, y al día siguiente partió para el sur con una escolta de doce húsares, y dos oficiales que le ayudasen en las tareas de reunir víveres, caballos, milicianos y cuanto su previsión creía necesario. A los 20 días estaba en las orillas del Maule al mando de más de nueve mil hombres.
Abrió la campaña con la atrevida empresa de sorprender al enemigo en su campamento de Yerbas Buenas, lográndolo tan completamente que casi todo él rindió las armas en un instante. Este glorioso hecho tuvo el resultado de desalentar a los realistas hasta ponerlos en retirada, y entusiasmar a los inexpertos patriotas hasta llegar a creerse invencibles. La batalla de San Carlos, el asalto de Talcahuano y la sumisión de todo el territorio en menos de 40 días, fue la obra de Carrera, y en sus acertados planes, entró el de encerrar al enemigo en Chillan, cortado de toda comunicación con el Perú. Pronto le puso un sitio estrecho; pero el duro invierno que fue tan funesto a Napoleón en Rusia, causó los mismos males en escala proporcional al ejército chileno. La fortaleza de ánimo y aun de cuerpo con que el general soportó la desgracia, pasando a la intemperie día y noche presenciando cuanto se hacía, las prevenciones tan oportunas que tomaba, todo captaba la admiración y el soldado viéndole sufrir con constancia la misma hambre y sed, la misma lluvia, lo consideraba como un amante padre. Levantó el sitio para reponerse.
Dos meses después volvió y reunidas en el Roble la división de O'Higgins, con las de los dos Benavente, se alojó Carrera con su pequeña escolta y al amanecer del 12 de octubre fueron sorprendidas completamente. Esta función de armas fue gloriosa, como todas en las que él se hallaba. Cortado por los realistas se arrojó al Itata a nado, y al tocar la orilla opuesta, se encontró con otra partida enemiga, no dejando otro arbitrio que seguir aguas abajo, perseguido tan de cerca que tuvo una herida en el costado y su caballo varias; pero su valor [31] y sangre fría, y el acertado tiro de pistola que puso en la cara de su perseguidor le pudieron salvar.
Los enemigos políticos de don José Miguel se habían apoderado de los consejos supremos, y acordaron, deponerlo del generalato; pero temiendo su resistencia, separaron la atención de los realistas y se contrajeron a practicar mil y mil bajezas para lograr su intento. Pensaban darle por sucesor a un militar extranjero, y exaltado su patriotismo con esto pidió ser reemplazado por el coronel O'Higgins. ¡Qué pronto debía pesarle tal elección!
Separado del mando se desencadenaron los odios contra su persona: le insultaron, le obligaron a salir de Concepción por tierra, sin escolta competente y sin los necesarios medios de atravesar 80 leguas de campos casi dominados por el enemigo. En Penco hizo una parada para reunir algunos amigos que le acompañasen y algunos caballos; pero al amanecer del tercer día fue asaltado por una partida realista, asesinados los asistentes, saqueados los equipajes, y amarrados don José Miguel y su hermano don Luis, fueron llevados a Chillan y encerrados en inmundos calabozos, cargados de grillos, y procesado el primero como reo de lesa-majestad. Los realistas creyeron dominar a Chile con solo tener encadenado al león que lo defendía. Se dijo que la prisión era obra de una venta, y si no hubiesen documentos, bastaría para creerlo el haberse efectuado a dos cuadras de la fortaleza, a tres leguas del ejército, y la flojedad con que fue perseguido el enemigo.
Por los ignominiosos tratados de Lircay se pusieron en libertad a todos los prisioneros, menos a los Carreras que por un artículo secreto debían ser embarcados en Talcahuano para llevarlos al virrey con la causa seguida. Carrera descubrió el plan y en la misma noche efectuó su escape, para caer en nuevas persecuciones. Conociendo que mientras dominasen el país sus crueles enemigos, no podía él gozar de tranquilidad, trató de pasar la cordillera por el Planchón y embarcarse en Buenos Aires para Norte América. Un temporal le cerró el camino, y descubierto el viaje se atribuyó que se acercaba al ejército para sublevarlo. La persecución fue desde entonces más activa: lograron prender a don Luis, y llamaron por edictos y pregones a don José Miguel. No se le dejó más camino que el de una revolución, y el último día que se cumplía el plazo de los edictos, se presentó con algunos amigos en los cuarteles de la capital, dirigió a los soldados sus enérgicas palabras y la revolución fue hecha. Trajeron a su presencia al Director Supremo, y Carrera le dijo: -Señor, no he podido cumplir antes con su llamamiento. Aquí estoy. El buen general Lastra le contestó: Estoy en poder de V. disponga como quiera de mí. -Dispongo que se vaya V. tranquilo a dormir con su buena señora. ¡Qué contraste!
Colocado Carrera por segunda vez en la silla presidencial, despachó incontinenti un parlamentario para intimar al general español que si en el término de un mes no dejaba el país como estaba estipulado, tuviese por rotas las hostilidades. O'Higgins apresó al oficial y le quitó las comunicaciones, y celebró una junta de guerra en la que se acordó desconocer al nuevo gobierno, [32] y marchar con el ejército a derribarlo, en circunstancias que un general realista había desembarcado en Talcahuano con un fuerte auxilio. Carrera con su acostumbrada actividad levantó tropas en Santiago, bien para resistir a O'Higgins, si era tan terca y ciega su pasión, o para reforzarlo contra los españoles si lograba despertar su patriotismo. Por desgracia todo fue inútil y la catástrofe tuvo lugar a dos leguas de la capital el 26 de agosto, quedando O'Higgins completamente derrotado y la patria despedazada. El mismo día de esta nefanda acción pasó el río un parlamentario español que venía a retaguardia de O'Higgins para intimar la rendición al que triunfase. Carrera le rechazó con indignación. O'Higgins había escapado con unos pocos oficiales y a los dos días pidió perdón a Carrera que se lo otorgó con la mayor generosidad, le hospedó en su casa y paseó las calles con él, para demostrar al pueblo su cordial reconciliación.
Un mes antes y en medio de tan graves atenciones don José Miguel había contraído matrimonio con la señorita doña Mercedes Fontecilla y Valdivieso, parienta suya, y que desde su llegada de Europa había conquistado su corazón, y esperaba que alcanzase a la edad núbil. Este afecto, por grande que fuese, no le embargaba el tiempo para trabajar en la reorganización del ejército; pero esta reorganización no era posible en treinta días, después de haber combatido una mitad contra la otra, y habiendo quedado tan hondos rencores. Consecuencia de ellos era la insubordinación general y la obstinación para encerrar el grueso del ejército en la estrecha plaza de Rancagua. El 1.º de octubre fue atacada por el general Osorio con dobles fuerzas que las nuestras y mejor ordenadas. Se rindió con honor, pero la patria llorará siempre ese infausto día.
Don José Miguel Carrera creyó alargar la guerra hasta donde fuese posible, retirándose a las provincias del norte con cuantos recursos pudiese trasportar, pero el pánico era general y todos pensaban solo en emigrar a Mendoza. La defección de la guarnición de Valparaíso que había mandado retirar hacia Quillota: la de la escolta de los caudales públicos, y la general insubordinación le quitó hasta la última esperanza. Entonces se contrajo a formar una fuerte guerrilla, compuesta de fieles y valientes soldados, para proteger la emigración. Tuvo varios ataques que sufrir dentro de la misma cordillera, y él fue el último que la dobló.
Sus principales enemigos volaban más que marchaban para Mendoza, con el fin de prevenir el ánimo de San Martín contra los Carreras y sus amigos. D. José Miguel había pedido oficialmente el asilo, y por tanto creía que los restos del ejército debían conservar su bandera, lo que no quería San Martín; porque miraba en perspectiva la reconquista de Chile bajo sus órdenes. Fomentó por todos medios las discordias, se hizo acusar a los Carreras y sus partidarios como ladrones de los caudales públicos; y por último, se apoderó de sus personas y mandó registrar escrupulosamente los reducidos equipajes, en los que no se encontró objeto alguno de valor. Chasqueados en este escrutinio y rota la máscara, desterró a Buenos Aires a los dos Carreras con sus [33] tiernas esposas y a varios de sus compañeros escoltados por una partida de dragones, que ellos habían de costear, para apurar así sus escasos recursos.
Don José Miguel llegó a Buenos Aires en mala hora. Acababa de ocurrir a su hermano D. Luis un duelo, en que tuvo la desgracia de dejar muerto a su adversario. Un duelo en un pueblo nuestro y entre dos personas notables era una novedad espantosa. Se practicaron varias prisiones y se levantó un proceso para aplicar las penas señaladas por las leyes. Por fortuna este crimen tiene siempre celosos abogados en los militares, y los de allí tomaron la defensa de don Luis y, con sus esfuerzos, lograron sobreseer la causa.
Pocos días después acaeció una revolución, y el general Alvear dejó la ciudad con un bello ejército: se acampó en los Olivos. Don José Miguel que día y noche soñaba con la restauración de Chile, le hizo una visita para aconsejarle que, abandonando intereses mezquinos de partido y huyendo de una guerra civil, acometiese tan gloriosa empresa. Esta visita le valió una prisión en el Fuerte, aunque el presidente del cabildo la atribuyó a un equívoco.
Conociendo el triste estado en que se hallaba Buenos Aires y que sus exhortaciones no encontraban eco, se embarcó para Norte América a mediados de 1815 en busca de algunos recursos para armar buques que hostilizasen a los enemigos de su patria. Para costear este viaje empeñó las alhajas de su señora en mil pesos. Fue muy bien recibido en aquella tierra clásica de libertad. El presidente Monroe le acogió con franca y leal benevolencia. Sus amigos, M. Poinsett y M. Porter, le proporcionaron valiosas relaciones en la alta sociedad, y las contrajo también con el rey José, con los mariscales Closel y Grouchy y con los más ilustres emigrados. Ellos le dieron planes de organización de ejércitos, de establecimientos científicos y de muchas otras cosas que podrían plantearse en Chile. Pudo formar una flotilla de tres buques, cargándolos de armamento, municiones, etc. y llenarlos de hombres utilísimos; entre ellos dos generales franceses, 30 oficiales distinguidos y otros tantos literatos y artistas sobresalientes. Algunos han prestado servicios importantes. Para probar su gran capacidad para todo, nótese que vino hablando el francés y el inglés habiendo partido sin conocer una palabra de estos idiomas.
A los 14 meses, es decir, a fines de 1816 ancló en Buenos Aires la fragata Clifton y, después de abrazar a su esposa, pasó a presentarse al director Pueyrredon que le recibió con mucha frialdad. Dándole cuenta de sus planes sobre las costas de Chile, le dijo el director: «A la fecha San Martín debe haberse movido contra Chile.» Carrera le contestó: «Tanto mejor, iré a ayudarle por mar.» -«V. no puede ir a Chile, porque hemos acordado con San Martín la persona que se ha de encargar del mando.» -«Entonces San Martín no va a libertar el país sino a conquistarlo, no va a dejar a los pueblos que elijan a su mandatario, sino a imponérselo.» -«Qué quiere V. así es preciso.»
Desde ese momento quedó Carrera vigilado muy de cerca. Se le obligó a desembarcar a sus compañeros, tomó en arriendo una quinta para alojar a los que no cabían en su casa, y los mantuvo hasta que cada uno buscó acomodo. [34] La fragata se dio a la vela con su cargamento, y así mismo un bergantín que acababa de llegar, y fueron a expender su carga a otra parte.
Llegó la noticia de la batalla de Chacabuco, y la noche antes de entrar el general San Martín a aquella ciudad para recibir la corona tan bien merecida por ese espléndido triunfo, fue preso don José Miguel, su hermano don Juan José y sus más inmediatos amigos, embargados todos los papeles y hasta una pequeña imprenta que tenía empaquetada. San Martín le visitó en su calabozo, y es doloroso confesar que fue con solo el objeto de insultarle. Al día siguiente fue llevado a bordo de un buque de guerra de donde, burlando la vigilancia de sus guardias, logró escapar y asilarse en Montevideo.
El general portugués Lecor le concedió un generoso asilo y mucha benevolencia, a pesar de los repetidos reclamos de Pueyrredon. Dedicó su tiempo a vindicar su honor tan vilmente ultrajado en los escritos de sus tenaces perseguidores. Escribió un manifiesto a los pueblos de Chile, y respondió a cuanta calumnia se le hacía, pero como la prensa pública no pudiese dar a luz sus escritos, se procuró una pequeña imprenta. Nunca había conocido el mecanismo de esta arte, y principió por distribuir los tipos en platos de loza, colocándolos en el suelo de su cuarto y según el orden alfabético. Figúrense las idas y venidas, las distintas posiciones que tenía que tomar, para componer una palabra. Con la paciencia propia a una voluntad fuerte, logró componer las cuatro primeras páginas, después de deshacerlas muchas veces. Por fortuna llegó un amigo inteligente que le enseñó y ayudó a montar la letra, a hacer y amarrar las formas, manejar la prensa etc.
Mientras tanto sus recursos pecuniarios se agotaban, y órdenes expedía la corte del Brasil para que se le expulsase como pedía Buenos Aires. Confiscados todos sus bienes, asesinados sus dos hermanos en Mendoza, y su respetable y octogenario padre muerto por la bárbara medida de presentarle la cuenta de la ejecución de sus hijos para que la pagase, su hermana presa en un fortín de la frontera, y su mujer y tiernos hijos sin hogar; ¿qué hacer? Pidió asilo al oriental Artigas y se lo negó. Desesperado monta un día a caballo con una pequeña maleta a la grupa, y acompañado sólo del coronel francés M. Mercher, se arroja a la campaña sin destino y sin brújula. La suerte le llevó a Entreríos donde gobernaba Ramírez. Éste le recibió con desdén, no sólo por su natural suspicacia, sino por saber que Artigas no lo quería; pero antes de tres días se había ganado su voluntad y confianza. Pronto le decidió a emprender una campaña contra el gobierno de Buenos Aires, tomando primero a Santa Fe para asegurar su retaguardia y aumentar sus fuerzas. Pueyrredon tomó activas providencias para defenderse, poniendo en campaña sus mejores tropas y acreditados generales. Nada pudo contener el torrente de Ramírez gobernado por Carrera. En el Rosario es derrotado Balcarse y después en San Nicolás; Viamont, general en jefe, cae prisionero; Rondeau es deshecho en la cañada de Cepeda, Soler en la cañada de la Cruz y puente de Marqués y pone sitio a Buenos Aires por 19 días. Baja del mando Pueyrredon y le sucede Sarratea. Ya Carrera ha logrado su principal objeto. Saca de los archivos [35] la correspondencia del gobierno de Chile que le es referente; llama a los chilenos allí residentes y se le reúnen como 300 en la chacarilla. Una asonada que fracasó en Buenos Aires le llevó al general Alvear y muchos jefes comprometidos y que lo comprometieron también por haberlos recibido bien. Entonces se puso en juego la intriga y el oro para defeccionar a los aliados de Carrera. Tuvo que quedar solo y defenderse de varios ataques en los que, si no triunfaba, se retiraba en orden. Por Melincue se internó en la pampa o desierto y después de 35 días de marcha muchos sin encontrar agua ni carne, alimentándose con los caballos, llegó a una toldería de indios. Entró en relaciones con los principales caciques, y se hizo adorar de ellos, hasta darte el título de Pichi Rey o reyecito. Algunos que renunciaron por sus insinuaciones a robar y matar, le siguieron cuando volvió a la frontera por la noticia que Ramírez había pasado de nuevo el Paraná.
En Chaján fue sorprendido por 600 cordobeses a las órdenes de Bustos y los derrotó con sólo 150 chilenos. Lo mismo hizo con los puntanos en Río Quinto, en el 4º con los mendocinos, matando a su jefe Morán. En San Luis descubrió un motín entre sus soldados ganados con los doce mil pesos que había mandado allí O'Higgins, como mandó 30 a Mendoza y 30 a San Juan, conociendo que éste era el mejor medio para vencer a soldados mal comidos, mal vestidos y sin paga alguna. Este motín fue deshecho por entonces, mediante las medidas acertadas y generosas que empleó. El 29 de agosto, salió con dirección a San Juan, y en las lagunas de Guanacachi, encontró una división enemiga medio atrincherada; pero no pudo vencerla por el mal estado de su caballada. -Continuó su marcha hacia Jocoli donde se le dijo había un destacamento cuidando cantidad de caballos. En medio de una noche muy oscura, sale de sus tropas un grito: «Alto, amarrar al general y al coronel y matar a los oficiales. «Los traidores Arias, Moya, Fuentes e Inchauti caen sobre él: faltaron sus pistolas y fue amarrado. Se avisó la noticia a Mendoza y lo hicieron entrar en esa situación entre mil escarnios e insultos. Fue encerrado en el sótano e intimada la sentencia de muerte que sus crueles enemigos habían dictado el 27 de noviembre de 1811. Don José Miguel recibió la noticia sin sorpresa: pidió por confesor al que lo era de su suegra doña Rosa Valdivieso, que residía presa en aquella ciudad, y se le negó. Quiso verla y el estado de debilidad y abatimiento en que se encontraba la señora, no le permitió darle este consuelo. Suplicó le diesen un poco de papel y tinta, y se sentó con toda calma a escribir la siguiente carta:
Sótano de Mendoza, setiembre 4 de 1821. 9 de la mañana.
«Mi adorada pero muy desgraciada Mercedes: un accidente inesperado y un conjunto de desgraciadas circunstancias, me ha traído a esta situación triste. Ten resignación para escuchar que moriré hoy a las 11. Sí, mi querida, moriré con el solo pesar de dejarte abandonada con nuestros tiernos cinco hijos, en país extraño, sin amigos, sin relaciones, sin recursos. -¡Más puede la Providencia que los hombres! No sé por qué causa se me aparece como un [36] ángel tutelar el oficial D... Olazábal, con la noticia de que somos indultados, y vamos a salir en libertad con mi buen amigo Benavente y viejecito Álvarez que nos acompaña...»
El ángel era un demonio que daba esta noticia para ver si con transiciones tan violentas lograban que cayese en enajenación mental. Al poco tiempo vinieron a sacarle para el patíbulo y entonces tomó un pedazo de papel como de dos pulgadas y escribió con lápiz por uno y otro lado:
«Miro con indiferencia la muerte; sólo la idea de separarme para siempre de mi adorada Mercedes y tiernos hijos despedaza mi corazón. Adiós, adiós.»
Lo dobló y encerró en la caja del reloj y se puso en marcha. Desde la puerta de la cárcel tendió la vista por la plaza llena de tropas y gente: se sonrió con los que le mostraban simpatías; pero al oír gritos insultantes y algazara dijo, -«¡Qué pueblo tan incivil!» Los sacerdotes le pedían que perdonase al pueblo y olvidase las injurias. Les respondió: «Si el olvido pudiese mitigar los males que se han inferido a toda mi familia, o hiciere menos notorias tamañas injusticias, lo haría libremente; y añadió, que tenía la conciencia de la rectitud y honor de toda su vida, y que por eso no olvidaría ni pediría el olvido de sus enemigos entre los que contaba a los mendocinos como los más bárbaros e iliberales. «Al llegar al banco se quitó un precioso poncho y, junto con su reloj, lo mandó a su señora suegra como un recuerdo para sus hijos. Se sentó, y tratando de atarle los brazos y vendar los ojos, rechazó a los verdugos con indignación. Se puso la mano sobre el corazón y mandó el fuego: dos balas le entraron por la frente y dos por la mano al corazón: cayó casi sin agonía, en el mismo lugar en que dos años antes habían caído sus dos hermanos. La cabeza y un brazo le fueron cortados y puestos en la picota en la torre del cabildo. -Después se dijo que la primera había sido mandada a O'Higgins.
Dos años después, todos sus enemigos políticos habían desaparecido de la escena pública, y vagaban en tierra extraña ocultando su vergüenza e ignominia, sin que hubiesen podido sostenerse en el mando a pesar de tan cruel tiranía y tanta efusión de sangre.
Cuando Chile gozó de la plena libertad que nunca había tenido, ni tal vez tendrá después, el Congreso dictó una ley vindicando la memoria de los Carreras, mandando una numerosa comisión a transportar sus cenizas, honrándolas con las más solemnes exequias y premiando a su familia; y entonces el fúnebre poeta cantó:
Cubran cipreses fúnebres la escena
del sacrificio atroz -riéguela el llanto
de la nación chilena,
y desde el trono santo
donde reside el Hacedor Divino
grato perdón descienda al asesino:
mas eternice el genio de la historia
la incorrupta memoria
del que sabe morir como hombre fuerte
del que marcha a la muerte
sin que le imprima susto,
así muere el honrado y muere el justo.
Así inmolados por venganzas fieras
murieron en Mendoza los Carreras.
J. J. DE MORA. [37]
Mr. Yates, joven irlandés que sirvió a las órdenes del general y le acompañó hasta lo último, en un escrito que sirve de apéndice a la obra de M. Grahan hace este retrato:
«Carrera tenía 35 años: era alta y graciosa su presencia, tenía el cabello negro, frente espaciosa, ojos negros y penetrantes: nariz aguileña. Él era honorable, emprendedor y bravo: franco con sus amigos: libre de disimulación o envidia: compasivo y generoso hasta el extremo. Su genio era suave e igual: ni la adversidad ni la buena fortuna podían perturbar la elevación de su alma. Su humanidad era tan excesiva, que casi no merecía el nombre de virtud; porque traspasando los límites que la prudencia prescribe, degeneraba en inexplicable falta o debilidad. Un enemigo, por criminal que fuese, era tratado con la misma generosidad y compasión. Aun los asesinos de nuestros soldados y compañeros eran salvados, ofreciéndoles así la ocasión de continuar haciéndonos mal.
«Esta magnanimidad que habría inmortalizado a Carrera en cualquiera parte del mundo, era perdida en América, donde tal virtud es poco conocida y menos practicada. Sus enemigos atribuían su generosidad a miedo, y en algunos de sus papeles públicos tenían la impudencia de llamar cobarde al que con ciento cuarenta hombres y los solos recursos de su genio, había hecho vacilar a los gobiernos y gobernantes desde el Atlántico hasta el Pacífico.
«Si su ambición era vivir sin una mancha de sangre, crueldad o injusticia echada sobre su carácter, él logró sus deseos; pero es más que probable que sus bárbaros enemigos nieguen todas sus buenas calidades.»
DIEGO JOSÉ BENAVENTE.
Etiquetas: José Miguel Carrera
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