FUNDACION DE CURICO
Capítulo IV
Don José de Manso.- Fundación del convento de San Francisco.- San José de Toro y San José de Curicó.- Aldea de Curicó.- Fundación de una villa.- Origen del nombre de Buena Vista.- Su mala ubicación.- Traslación a su planta actual.- La iglesia parroquial.- Temblor de 1751.- Los primeros pobladores de la villa.- Don Juan de Vergara.- Don Bartolomé de Muñoz.- Los Urzúas.- Fermandois Quevedos y Mardones.- Las primeras viñas.- Los Pizarros, Donosos y Grez.- El precio del suelo.- Familias extinguidas.- Aspecto de la villa.- Márquez y Rodena.- Los Pérez de Valenzuela y Labbé.- Escasa población de la villa.- La emigración del sur.- Fundación de aldeas.- Vichuquén y sus pobladores.- Santa Cruz y sus familias.
El 18 de octubre de 1737, el rey de España Felipe V expidió una Real cédula por la cual nombraba para el Gobierno de Chile al brigadier don José Antonio Manso de Velasco. Este magistrado reveló sobresalientes dotes de buen administrador, sobre todo en la empresa de fundar poblaciones, que tanto lustre dio a su gobierno y tan útil fue para la administración pública.
Desde antes de este nombramiento, dominaba en el ánimo de altos funcionarios del reino el pensamiento de establecer villas y ciudades para obligar a los habitantes a vivir en poblaciones, lo mismo a los españoles y criollos que a los indígenas. Hasta existía una junta con tal objeto, pero que nada había hecho todavía. Manso se dedicó resueltamente a la solución de este problema y trazó algunas poblaciones donde no había más que bosques y pantanos o miserables rancherías; Curicó fue una de ellas.
Veamos, pues, cómo nació a la vida civil y social de un pueblo. Muchas de las poblaciones que los españoles fundaron en Chile ocupaban las cercanías de alguna iglesia establecida de antemano; a lo menos, tal fue lo que aconteció en Curicó. Para narrar, pues, la fundación de un pueblo, es preciso detenerse antes de todo en la erección del más antiguo de sus conventos.
Le cupo a los padres franciscanos el honor de prioridad en el establecimiento de una orden religiosa en el territorio de Curicó, en 1734. Antes que ellos levantaran la primera iglesia pública, sólo había tres oratorios particulares en el espacio que hoy ocupa la parte central de nuestro departamento: el que había hecho edificar don Fernando Canales de la Cerda en su hacienda de la margen derecha del Teno; el de Tutuquén, de don Francisco de Iturriaga, que sirvió de capilla para el curato de Rauco, segregado de San José de Toro en 1824, y el de don Diego de Maturana en el Guaico, que desempeñaba algunos servicios propios de las parroquias.
Fue fundador de la iglesia de los franciscanos el maestre de campo don Manuel Díaz Fernández, caballero español, natural de León, que había pasado de su país natal primeramente a México y enseguida al Perú. En 1730 residía en Santiago. Manifestó este año a los padres de San Francisco sus deseos de fundar una iglesia bajo la advocación de la Virgen de la Velilla, imagen que se veneraba en uno de los valles inmediatos a la ciudad de León, entre dos lugares llamados «Gotero» y la «Mata». La había encontrado en 1570 entre unas ruinas don Diego de Prado, ascendiente de Díaz Fernández; le erigió un templo suntuoso y un hospicio para los peregrinos y personas que iban a visitar el santuario, porque la circunstancia de su hallazgo y otros hechos posteriores a que dieron carácter de milagros los habitantes de aquellos lugares, la elevaron a la jerarquía de patrona de las montañas de León. Tal era la virgen cuyo nombre quería honrar Díaz Fernández con una iglesia. Destinó para este objeto diez mil pesos, cantidad verdaderamente cuantiosa para aquellos tiempos.
En 1734 el provincial de los franciscanos, fray Francisco Beltrán, comisionó al padre Gaspar de Rellero, deudo de Díaz Fernández, para que de acuerdo con el devoto caballero leonés, saliera para el partido del Maule a realizar sus propósitos. El 3 de agosto de aquel año se puso en marcha hacia el sur el padre Rellero acompañado de una efigie de la Virgen de la Velilla y de un lego, dejando encargado para lo que siguiesen dos padres más. Llevaba al propio tiempo instrucciones para fijarse en un llano que el jefe de la orden había visto en un viaje a Concepción en el lugar de Curicó, a inmediaciones de un cerrillo. El padre Rellero se detuvo, pues, en el Carrizal, nombre que entonces se daba a la extensión de terreno que hoy ocupan, al oriente de esta ciudad, las cultivadas chácaras del Pino.
A continuación de Rellero, salieron los padres Juan Alonso y Antonio Montero. Se hospedaron en la estancia de don Francisco de Iturriaga. Informado éste de las intenciones y del paradero de fray Gaspar, salió con sus huéspedes y algunos vecinos de la comarca del poniente a impedir amigablemente que se fundase el convento en el Carrizal. Alegando órdenes superiores, se negó el reverendo encargado de la fundación del convento a satisfacer los deseos de los vecinos del poniente de Curicó; pero se trasladó a este punto y enseguida a Malloa a consultar el caso al provincial, que practicaba a la sazón una visita a las iglesias de su orden. Al salir le dijo Iturriaga: «Vaya vuesa paternidad con Dios que en breve volverá, que aquí se ha de hacer el convento».
Ello fue que el convento se principió a construir en el Carrizal, inmediato al cerrillo; pero como Díaz Fernández supiese que el lugar elegido era inadecuado por lo húmedo, ordenó su traslación al poniente. Don Francisco de Iturriaga dio diez cuadras de terreno para que en ellas se levantara la iglesia, cuyos cimientos se cavaron en el ángulo oeste de los dos que forman el camino de la costa y el que se interna hacia el norte en el lugar denominado «Convento Viejo». En abril de 1735 estuvo concluido, y asistieron a su inauguración los fundadores Díaz Fernández y el padre Rellero.
Desde luego, comenzó a prestar los servicios de un curato. El territorio de Curicó pertenecía en lo administrativo al partido de Maule, desde el Teno para el sur y desde este río para el norte al de Colchagua; en lo eclesiástico dependía por entero de la parroquia de San José de Toro o de Chimbarongo; de aquí viene el nombre de «San José de Curicó», tomado del que tenía el curato a que pertenecía. San José de Toro se había segregado en 1660 de la parroquia de Nancagua. Los dilatados límites de aquélla, que impedían a los curas el correcto desempeño de sus funciones, contribuyeron, pues, directamente a la fundación del convento de franciscanos.
Se llamaba la iglesia recién erigida «Convento de recoletos» y estaba destinada para residencia de los miembros de la orden que quisieran retirarse a una austera vida de contemplación y penitencia. Mas no alcanzó a servir para los fines que se instituyó, porque un incendio, el primero que alumbró la comarca de Curicó, no dejó de él sino las murallas de adobe; en 1737, dos niños quemaron una noche unas cortinas y el fuego se comunicó a la techumbre del edificio. Reedificada inmediatamente, volvió a incendiarse cuando aún estaba inconclusa, en la tarde del día 28 de diciembre de 1739. Esta vez le prendieron fuego los operarios encargados de su fábrica. Pero la munificencia del caballero leonés no se hizo esperar en esta ocasión como en las otras y el templo abrió en breve sus puertas a los fieles de la comarca.
El lugar donde los padres habían edificado su iglesia era el punto más poblado de los que había en el territorio comprendido entre el Teno y el Lontué, que contaba como con cuatro mil habitantes1. Existía ahí mismo una especie de aldea y la propiedad estaba más subdividida que en cualquiera otra parte.
Esta reducida agrupación de modestas viviendas acrecentó con el establecimiento de la iglesia de recoletos franciscanos y fue el sitio elegido poco más tarde por Manso para fundar una villa.
A su vuelta de un viaje que emprendió a Concepción para recibir a la escuadra española que venía a los mares de Chile, Manso se hospedó en el convento de los franciscanos. Como ya tenía concebido su plan favorito de poblaciones, se fijó en esta aldea para levantar un pueblo que sirviera de punto de reunión a los indios diseminados por el campo e hiciera más efectiva y expedita la administración eclesiástica de las encomiendas del otro lado del Teno.
Los hacendados vecinos ofrecieron su cooperación. En esta virtud Manso ordenó en 1743 la fundación de una villa con el nombre de San José de Buena Vista de Curicó, en tierras de don Lorenzo de Labra. Se llamó «de Buena Vista» por la hermosa perspectiva que presentaba la planicie baja de Curicó mirada desde los altos del camino de Teno. Pero tanto este nombre como el de San José, cayeron con el tiempo en desuso; se conservó en las piezas oficiales únicamente.
No obstante, de haber edificado sus casas algunos pobladores, llevó la villa en sus primeros años una existencia muy precaria, sirviendo solamente de posada para los viajeros y de posta para los conductores de bestias de carga. La población no aumentó y la mayoría de los solares demarcados quedaron sin ocuparse.
Era que la ubicación de la villa estaba mal elegida. El sitio en que se había delineado, entre los riachuelos del Pasillo y Quetequete, se hallaba a un nivel inferior a los de éstos y, por consiguiente, expuesto a sus derrames y a los de los canales que alimentaban, los primeros que se labraron en la planicie de Curicó. En resumen, el lugar era bajo y húmedo. Careciendo, pues, de buenas condiciones higiénicas, no podía estar sometida a la ley del progreso. La necesidad de darle nueva planta no podía ser más real y premiosa2.
El sucesor de Manso, don Domingo Ortiz de Rozas, debía subsanar bien pronto los obstáculos que la naturaleza oponía al desarrollo de la villa de San José de Buena Vista. En noviembre de 1746 pasó por Curicó en compañía del oidor de la Real Audiencia, don José Clemente de Traslaviña, en viaje al sur, adonde iba a celebrar un parlamento con los indios araucanos.
Desde que conoció la población se convenció de las malas condiciones de su ubicación y, en la imposibilidad de conseguir su saneamiento, se propuso trasladarla a otro local, a su vuelta del sur. En efecto, a su regreso a Santiago en 1747 se detuvo en Curicó para visitar los sitios inmediatos a la villa y elegir el punto más adecuado para su traslación. Le agradó al gobernador Ortiz de Rozas y a su compañero de viaje, el magnate Traslaviña, un llano cubierto de un monte de espino que había al sureste de la villa de Manso y que se extendía al suroeste de un cerro aislado y un poco al norte de un riachuelo llamado en aquel entonces «Pumaitén» (golondrina) y más tarde «Guaiquillo», diminutivo de guai, «vuelta», y co, «agua».
Pertenecía ese terreno a un espacio demarcado que don Lorenzo de Labra había vendido a don Pedro de Barrales y a su esposa doña Ana Méndez. Se vio con éstos el presidente Ortiz, que tenían su casa a la orilla del estero en la finca que hoy se llama «de los Olivos», y después de las diligencias de estilo, cedieron la porción necesaria para delinear la nueva población. Pero el plano de la villa no se trazó hasta la primavera siguiente, 10 de octubre de 1747. El oidor Traslaviña fue nombrado protector de ella.
Tal vez en premio de haber ayudado a la fundación con sus bienes, Barrales tuvo primero el título de capitán y enseguida el de teniente corregidor y justicia mayor de la población. Parece que Barrales era originario del sur. Tuvo una hija, doña María, que casó con un español de Granada llamado José Fernández; de esta unión nacieron un hijo varón y tres mujeres que disfrutaron de la posesión del fundo de Barrales hasta que pasó a poder de los Olmedos y de don Jacinto Olate.
Quedó, pues, situada la población a los 34º 59’ de latitud y 0º 35’ de longitud, al poniente de la colina aislada del llano, a una altura de 228 metros sobre el nivel del mar, y a 192 kilómetros de Santiago3.
Delineada la villa, era menester edificarla. Con este objeto se reservaron dos solares en la plaza, uno al oriente para cárcel y cabildo, y otro al poniente para iglesia. Esta no se comenzó hasta el año 1750 bajo la dirección del cura don José de Maturana, el cual celebró con el oidor de la Real Audiencia y protector general de la villa don José Clemente Traslaviña, un contrato en que se obligaba a construir el primero un edificio para parroquia por la cantidad de dos mil quinientos pesos. La iglesia sería de adobe y mediría treinta y cinco varas de largo y nueve de ancho. Este dinero provenía del producido de cuatro títulos de nobleza que el presidente Manso había mandado vender a Lima y que dieron 120.000 pesos para los gastos de fundación de las diversas poblaciones que erigió.
En 1759 estuvo terminada la obra, pero en tan malas condiciones arquitectónicas, que otro párroco sucesor de Maturana, don Antonio Cornelio de Quezada, dio cuenta poco después de ello a la autoridad eclesiástica. Llamado Maturana a Vichuquén, donde ejercía el cargo de cura, tuvo que responder a un juicio que se le interpuso acerca del particular. El presidente Morales mandó refaccionar el templo con obreros traídos de Talca por cuenta del tesoro real. En 1793 don Ambrosio O’Higgins mandó dar al cura don Antonio Césped la cantidad de seiscientos pesos para la reconstrucción de la torre. Se trabajó en el costado norte de la iglesia parroquial, desde el suelo hasta la altura de doce varas, la misma del templo; tenía cinco varas dos tercios de ancho por los costados oriente y poniente, y siete por el sur y norte, y se empleó en su construcción el ladrillo y el barro. Fue el primer trabajo de ladrillos que se hizo en Curicó4.
Tres años hacía que las calles de la villa habían sido trazadas y las casas no aumentaban: la mayor parte de los pobladores del primer pueblo permanecían todavía en sus casas y cortijos. Pero una catástrofe espantosa vino a cambiar definitivamente este estado de cosas. El martes 25 de mayo de 1751 a la una y media de la mañana se sintió un temblor de tierra, general en todo el país, que hizo muchos estragos en el pueblo antiguo: la iglesia de San Francisco y casi todos los edificios de derrumbaron. Los sacudimientos que siguieron repitiéndose en los días siguientes acabaron de arruinar las casas. Aunque menos intensos que el primero, tan seguidos y recios eran, que derribaban del fuero de las cocinas los utensilios del servicio doméstico e impedían por esta circunstancia a los aterrados habitantes que hicieran sus comidas habituales. Concluidos los temblores, los vecinos del pueblo antiguo trasladaron al nuevo los materiales de construcción, como maderas y tejas y edificaron sus casas.
Sin embargo, el convento de San Francisco no se trasladó hasta el año 1758 a una quinta de cinco cuadras que donaron a la orden don Pedro de Barrales y su esposa doña Ana Méndez, los mismos que cedieron el terreno para la delineación del pueblo. La antigua villa de Curicó y sus contornos se denominaron «el Convento Viejo», por las ruinas del templo que durante muchos años quedaron en pie. Los mercedarios fundaron su iglesia el año 1755. Aunque don Francisco Javier Canales había legado catorce cuadras para la fundación del templo en la villa de Manso y cien más hacia el sur, que después fueron del caballero español don Manuel Márquez, para asegurar al convento una fuente segura de entradas, no alcanzó a edificarse la iglesia en aquella localidad.
Tan luego como la mayoría de los pobladores de la villa antigua se hubo decidido por la nueva, muchas familias vinieron de distintos puntos a establecerse en ella y sus contornos. Dentro del pueblo tenían solares a su disposición, que se daban al que los pedía, y en las inmediaciones, pequeños lotes que vendía don Lorenzo de Labra, el cual subdividió de este modo y por completo su rica estancia de Curicó.
Vendió al oriente un pedazo de terreno al cura don Cornelio de Quezada y otro al norte al presbítero don José de Maturana. Ambos pasaron después a poder de don Juan de Vergara, descendiente del capitán encomendero de Chimbarongo don Antonio de Vergara. Fue el primer dueño de la hacienda de la Quinta y esposo de doña Agustina de Toro, de las más nobles familias de la colonia. Uno de sus hijos, don Nicolás, casó con doña María del Rosario Franco y pasó a ser propietario de una heredad de cordillera que poseía su esposa; un paraje de ese fundo conserva aún su nombre: la cuesta de Vergara. Poseyó después esta propiedad de don Juan de Vergara: la familia Cruzat.
Los terrenos situados al sur del camino del Pino, una parte de los de la Polcura y de los que hoy poseen los señores Vidales, los compró el capitán de infantería don Bartolomé Muñoz, primer antecesor de una numerosa, inteligente y festiva familia. Era don Bartolomé Muñoz y Osuna oriundo de Granada; casó en la villa con doña Josefa Urzúa, hija del maestro de campo don Pedro de Urzúa, y tuvo por hijos a don Francisco, a don Miguel, don Manuel, don Matías y don Pedro José. De don Francisco proviene la familia Muñoz Donoso, y don Manuel fue el coronel patriota, amigo inseparable de don José Miguel Carrera y miembro de la Junta de Gobierno que éste presidió.
La familia Urzúa ocupó también una finca en los suburbios del pueblo y la mitad de la cuadra del norte de la plaza. La descendencia de esta familia curicana viene de don Agustín de Urzúa, a quien arrastró en 1655 al partido del Maule la emigración de los habitantes del sur, motivada por el levantamiento general de los indios. Contrajo matrimonio con doña Casilda Gaete y fue padre del maestre de campo don Pedro de Urzúa, dueño de la hacienda de la Huerta. Casó éste con doña María de Gracia Baeza, hija del capitán don Pedro de Baeza, de cuya unión nacieron doña María Loreto, don Antonio y don Fermín Urzúa, teniente corregidor y jefe de las milicias del distrito de Curicó el último.
De una faja de terreno que daba frente al costado poniente de San Francisco y corría en dirección al Guaiquillo, formó una quinta don Joaquín de Fermandois, caballero que vino a Santiago a disfrutar a Curicó de cierta opulencia y el primero que paseó calesa por las calles de la villa. Fundó la familia de su apellido y poseyó el fundo de los Chacayes. Se dedicaba a la crianza de caballos de brazo, que compraba en la costa y vendía en Santiago. Fue teniente corregidor y comandante de la fuerza de caballería de Curicó.
Entre el convento de San Francisco y el fundo de don Pedro de Barrales se estableció la familia Merino. El primero y único Merino que constituyó su domicilio en la naciente villa de San José de Buena Vista fue don José María, natural de la Florida de Concepción, y hermano del coronel de la independencia don Antonio Merino. Casó aquí con doña Loreto Urzúa. De este matrimonio provinieron don Valentín, don Dionisio Perfecto, don José María, don Francisco, don Manuel Antonio y las señoras Dolores y Mercedes Merino, progenitores de todas las familias que en la actualidad llevan este apellido, especialmente el patriota distinguido y respetable vecino don Dionisio Perfecto.
Los contornos de la iglesia de franciscanos sirvieron de albergue a los pobladores de más limpio linaje; fueron las verdaderas casas solariegas de Curicó. Además de los vecinos que llevamos nombrados, debemos mencionar igualmente a don Rafael Quevedo, de una familia de Chillán, que ocupó el conjunto de casas que hoy poseen los herederos de don Pedro Mujica y otros propietarios, y a don Antonio Mardones que vino de Colchagua a establecerse a este pueblo. Edificó el último su quinta del costado oriental de la plazuela de la iglesia con los corpulentos cipreses de su hacienda de la Puerta, los cuales hacía arrojar al Teno para sacarlos a la altura del camino de Curicó. Mardones, primer gobernador independiente del departamento, sirvió noblemente a la causa de nuestra independencia y perdió su fortuna y su bienestar en las cárceles y tribunales realistas. Los Mardones fueron también dueños del cerro de Curicó que vendieron más tarde a Fermandois en ochenta pesos.
Las primeras cepas que se plantaron en la nueva población, brotaron también en estos fundos sub-urbanos: las viñas de don Pedro de Barrales, de los Merinos, de don Juan de Vergara y del capitán don Bartolomé Muñoz crecían al par que se iban construyendo las casas de estos vecinos, y formaron uno de los principales ramos de la producción agrícola, que nacía en los alrededores de la villa.
Al noroeste de la villa labró la familia Pizarro su propiedad de campo. Los Pizarros, de los pobladores más antiguos e importantes por su clase social, residían en Curicó desde mediados del siglo XVIII y reconocían por ascendientes a don Francisco y a don Jacinto Pizarro, alcalde el último de la santa hermandad en 1782, título que equivalía al de Jefe de alta policía. El patriota vecino don Pedro Pizarro, hijo de don Ramón Pizarro y de doña Tomasa Guerra, es el progenitor de las numerosas familias curicanas que llevan su apellido por línea materna.
Al nordeste eligió una porción de terreno cultivable la familia Donoso, la más distinguida sin disputa por su genealogía nobiliaria y la gran extensión de sus relaciones de parentesco. Minuciosos genealogistas cuentan que su fundador había sido un señor don Simón Donoso Pajuelo, casado con doña Elvira Manrique de Lara, conquistadores del Perú y descendientes de nobles de España. En el siglo XVII vino de Valdivia a establecerse a Colchagua don Francisco Donoso, hijo de un caballero de la Serena del mismo nombre. De aquél provienen los Donoso de Curicó, don Félix, don Prudencio y el patriota, comandante de milicias, gobernador y diputado don Diego Donoso.
Al suroeste de la población compró también la familia Grez un pedazo de terreno para trazar en él su quinta de recreo, agregado indispensable del solar urbano de los habitantes que en la primera edad de la villa disfrutaban de una condición social ventajosa. He aquí otros de los primeros pobladores de Curicó, que además fueron de los primitivos hacendados de Peteroa y el Calabozo. Proceden de don Juan de Grez y de doña Francisca Díaz Pimienta, padres de don Matías Antonio y de don Francisco Grez y Pimienta.
Por lo general, estos lotes vecinos a la población, aunque tenían un valor mucho más subido que el resto de las tierras del distrito, costaban a los compradores cantidades insignificantes: su precio fluctuaba entre ocho y cuatro pesos cuadra. Así, uno de los fundos comprados por el capitán don Bartolomé Muñoz sólo le importó cuarenta y dos pesos.
A medida que estos terrenos se alejaban de la villa, su valor disminuía. En el Pichigal, rincón del Convento Viejo, cerca de la junción del Guaiquillo con el Lontué, don Lorenzo de Labra vendió a don Juan Llorente de Moya mil cuadras en menos precio de lo que ahora cuesta una sola de esos mismos suelos. Por este ínfimo valor de la tierra, don Lorenzo de Labra no pudo pasar por la venta de sus vastos dominios de Curicó, de la aristocracia territorial y del apellido a la aristocracia metálica: murió pobre, y en 1783 cuando dejó de existir, el cura don Antonio de Césped puso en su partida de fallecimiento este cruel epitafio: «No testó por pobre».
El valor del terreno era más bajo aún en los demás lugares. Mencionaremos el que tenían en algunas localidades, como asimismo el de los animales, que por este tiempo ya poblaban en cantidad excesiva todas las estancias. En el Guaico valía dos pesos la cuadra, en el Romeral un peso cincuenta centavos, en Quilvo y en los Cerrillos un peso, en Chuñuñé nueve reales, en la Obra cincuenta centavos. En la costa disminuía en mucho este valor hasta llegar al increíble e ínfimo precio de un real la cuadra de suelos de secano, pero útiles para crianzas y siembras de trigo. En Paredones se vendieron cuatrocientas cuadras pertenecientes al rey a un real cada una. Los animales costaban: cuatro pesos los caballos, tres pesos las vacas de matanza, dieciocho reales las de tres años, cuatro pesos los bueyes, cuatro reales las cabras, dos las ovejas, seis pesos las mulas mansas. Las plantas se tasaban a real y medio las de viñas, doce reales la higuera, ocho el peral y cuatro el manzano. Los esclavos, que también entraban en estos inventarios y tasaciones formando a veces la riqueza más importante de las haciendas, costaban trescientos pesos los de edad viril, veinticinco los viejos y ciento noventa las mujeres.
La villa presentaba en los tres primeros decenios que siguieron a su fundación un aspecto triste y miserable, a pesar de los edificios construidos por las familias nombradas y otras que fueron de las primeras y que se extinguieron en el curso de los años, como los Martínez, Cubillos, Olaves, Olmos de Aguilera, Molina, Bustamante, Fernández, Méndez y Espina. Sólo en el estrecho circuito de la plaza se habían agrupado las construcciones bajas, pesadas, húmedas y malsanas de aquel tiempo, tan diferentes del estilo elegante y ligero del día. Lo demás de la población estaba formado de solares escuetos que cerraban cercas de espino en toda la extensión de las calles.
Al comenzar el siglo XIX fueron llegando otros ocupantes de solares, entre los cuales debemos contar en primer término, por la numerosa descendencia que dejaron, a los españoles don José Rodenas y don Manuel Márquez, de Cartagena el primero y de Galicia el segundo.
Rodenas compró en treinta pesos un solar entero en la calle de San Francisco al cura don Antonio de Césped, que lo había obtenido por pago de un entierro, y estableció en él su habitación y un corral para elaborar cecina o ramada de matanza. Márquez, agricultor y uno de los primeros mercaderes de la villa, pronto se conquistó una fortuna. Aunque en papeles muy pasivos, ambos permanecieron fieles a su rey y a su patria en la revolución de la independencia.
Vinieron a avecindarse igualmente al pueblo los Pérez de Valenzuela, señores feudales de la costa y de Chépica y descendientes de noble estirpe española. Provienen de don Manuel Valenzuela Guzmán, que casó con doña Rosario Torrealba, quienes entre otros hijos tuvieron a don Juan de Dios Valenzuela Torrealba, casado con doña Mariana Castillo Saravia. El capitán don Diego Valenzuela, de Curicó, inició un expediente a principios del siglo presente para obtener título de nobleza, pero la revolución de la independencia contribuyó a que salieran fallidas sus pretensiones.
Edificó también su casa en un solar de la alameda o «del llano», como se llamaba en aquel tiempo, el coronel insurgente y dueño de la hacienda de los Cerrillos de Teno don Juan Francisco Labbé, hijo del fundador de esta familia don Alonso de Labbé, agrimensor francés. Don Gaspar Vidal estableció igualmente en la villa su hogar, de donde salió más tarde distinguida y no escasa descendencia.
Con todo, Curicó permaneció en el último tercio del siglo pasado en un lamentable estado de atraso por la escasez de su población. El historiador Carvallo Goyenechea decía por el año 1788 hablando de Curicó las palabras siguientes:
«Su ubicación es hermosa, sus edificios nada valen y su población no pasa de cien vecinos, y tiene un convento de Recoletos».
Esta escasez de habitantes duró hasta principios de este siglo, sobre todo hasta el año 1820, en que las depredaciones de los secuaces de Benavides y la carencia de recursos atrajeron hacia el norte a los pobladores de una y otra margen del Bío-Bío. Era la segunda vez que se establecía del sur hacia los pueblos del centro una corriente inmigratoria; la primera había sido en el levantamiento de los indígenas en 1655. Fue pues en aquel año cuando arribaron a esta población las últimas familias que completaron el cuadro de sus primitivos pobladores, las de Riquelme, Roa y especialmente las de Ruiz y Rodríguez. Hacían de jefes de estas dos últimas don Luis Rodríguez, de los Ángeles, hijo de don Andrés Rodríguez y de doña Antonia Arriagada, y don José Ignacio Ruiz, de Nacimiento, que tuvo por padre al bravo sargento mayor y héroe de Tarpellanca don Gaspar Ruiz.
La necesidad de formar centros poblados o parroquias que sirviesen de base a futuras aldeas, se vino a notar a fines del siglo pasado y se remedió con la fundación de algunos curatos en diversos lugares del territorio que hoy forma nuestra provincia. Estas pequeñas poblaciones que facilitaban los servicios eclesiásticos y de la administración pública, se formaron principalmente cuando se creó, en 1793, por acuerdo de la Junta de Real hacienda, el partido de Curicó, dependiente de la provincia de Santiago y constituido con porciones segregadas de los del Maule y Colchagua.
El caserío indígena de Vichuquén comenzó a regularizarse desde la segunda mitad del siglo de las fundaciones con el nombre de «San Antonio de Vichuquén», de la advocación de su parroquial. En el orden civil estaba regido por un diputado, que lo era en 1791 don Juan Enrique Garcés, de los ricos feudatarios de casi todo el valle del Mataquito. Este funcionario ejercía también sobre las tribus aborígenes una activa super vigilancia y desempeñaba las funciones de un subdelegado.
Los primeros pobladores de esta aldea y de sus campos circunvecinos fueron los descendientes del capitán don Cayetano de Correa y de doña Fructuosa de Oyarzún. Sus hijos, don Antonio y don Manuel, dejaron una larga sucesión que se relacionó con los Garceses, de la Fuente, Corvalanes, Besoaínes, Baezas, Oleas, Castros Aranguas; fue fundador de la última familia el caballero español don José María Arangua, que sostuvo en esta provincia la causa del rey durante la revolución de la independencia.
Por aquella misma fecha se fundó la parroquia y aldea de Santa Cruz de Colchagua, llamada «Unco» por los naturales, cuna de muchas familias que poblaron más tarde nuestra provincia y la de aquel nombre. Originarios de ella son las de Marín, Guevara, Vargas, Medina, Briones, Silva, Arratia, Polloni, descendiente del general español don Francisco Polloni, corregidor de Talca; las de Ravanal y Mardones. Ésta procedía de don Fernando Mardones y de doña Isabel Paredes, de quienes era nieto el poeta popular don Tomás Mardones, cuyas aventuras e improvisaciones tuvieron gran resonancia en aquellos lugares. A la de Ravanal pertenecieron dos hombres de un temple superior que ejercitaron su actividad en tan opuesto campo de acción: don Santiago, cura famoso por su celo verdaderamente evangélico, que lo arrastraba hasta dejarse caer a los ríos invadeables para cumplir con los deberes de su ministerio; y don Matías, infatigable guerrillero que militó en todas las montoneras, desde Villota y Manuel Rodríguez hasta el general Cruz en 1851.
Comenzaron a formarse, asimismo, en el último tercio del siglo pasado algunas aldeas o a erigirse curatos en los lugares de Chépica, Lolol, Quiagüe, Alcántara, Paredones y en el valle del Nilahue, donde tuvo una encomienda de indios don Pedro José Villavicencio.
Tal fue el modo como se fundaron y poblaron las ciudades y villas de nuestra provincia.
He aquí otras alturas de la provincia: Llico, 45 metros; Alcántara, 83; Quiagüe, 117; Membrillo, 670.8; Quirineo, 839; Queñes, 588; Morrillo, 164; Nacimiento del Teno, 2,940; cima del Peteroa, 3,615; límites de las nieves perpetuas, 2,500 metros.
En Curicó el día más largo es de 14 horas y 22 minutos y el más corto de 9 horas 28 minutos.
Toda la provincia tiene 7,544.66 kilómetros cuadrados de área, de los que corresponden 3,847.05 a Curicó y 3,697.61 a Vichuquén. La parte ocupada por los llanos es sólo de 679 kilómetros cuadrados.
Los terrenos de la provincia son: valle longitudinal, de acarreo; Cerrillos de Teno y Quilvo, volcánicos; serranías desde el Mataquito hasta Pumanque y poniente del valle de Nilahue, granítico; serranías que se extienden desde la Huerta a Lontué, de Comalle y de las Palmas, cambriano, arcilla amarillenta; valle del Mataquito, de sedimento. Los terrenos de Rauco, Tutuquén y Convento Viejo son de color negro, cuya calefacción es superior en 7 u 8 grados a la del color blanco.
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Capítulo XIX
CRONOLOGÍA
Cronología de autoridades administrativas, desde la fundación de Curicó hasta 1876
Tenientes corregidores, dependientes del corregimiento del Maule:
Félix Donoso 1744
Ignacio Maturana 1758
Alonso de Moreira 1766
Luis de Mena 1772
Pedro Barrales 1777
Joaquín Fermandois 1779
Fermín de Urzúa 1789
Corregidores:
Francisco Javier Moreira 1793
Francisco Javier Bustamante 1795
Juan Antonio de Armas 1800
José Gregorio Argomedo 1801
Juan Fernández de Leiva 1808
Baltasar Ramírez de Arellano 1810
José Antonio Mardones 1814
Isidoro de la Peña 1817
Juan de Dios Puga 1822
Diego Donoso 1823
Isidoro de la Peña 1826
José María Bravo 1829
José Agustín Vergara 1829
Isidoro de la Peña 1830
José María Merino 1831
Miguel Arriarán 1833
Antonio José de Irisarri, intendente 1835
Francisco Javier Moreira, intendente 1837
José María de Labbé 1841
Agustín Barros Varas 1849
Francisco Porras 1850
José Domingo Fuenzalida 1851
Antonio Vidal 1852
Timoteo González 1853
Francisco Velasco 1858
Cristóbal Villalobos 1859
Juan Bautista Valenzuela Castillo 1860
Ignacio Navarrete 1861
Juan Francisco Garcés 1863
Francisco Javier Muñoz 1864
Intendentes:
Rafael Munita 1865
Gabriel Vidal 1872
Eusebio Lillo 1876
Resumen Administrativo
En 1700 el territorio de Curicó pertenecía desde el Teno hacia el norte al partido de Colchagua y desde este río hacia el sur al del Maule.
En 1743 se fundó la villa de San José de Buena Vista de Curicó por don José de Manso, en terrenos cedidos por don Lorenzo de Labra.
En virtud de un auto expedido por don Domingo Ortiz de Rozas el 10 de octubre de 1747, se trazó el plano de la villa en su asiento actual, en terrenos cedidos por don Pedro Barrales y su esposa doña Ana Méndez. Corrió con la delineación de la villa y distribución de solares el oidor de la Real Audiencia don José Clemente de Traslaviña, secundado por el vecino don Domingo Martínez Donoso.
El 13 de agosto de 1793 se creó el partido o corregimiento de Curicó, dependiente de la provincia de Santiago.
El 30 de agosto de 1826 Curicó pasó a ser departamento y capital de la cuarta provincia de Chile, creada con el nombre de Colchagua.
El 10 de agosto de 1830 Curicó obtuvo el título de ciudad y sirvió de capital de la provincia de Colchagua hasta 1840.
El 26 de agosto de 1865 se erigió en provincia el departamento de Curicó.
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